La emoción de saltar por las tapias

Saltar una tapia era saborear el placer del riesgo, caminar por el fino alambre de lo prohibido

Tapia que existía en la calle Jesús de Perceval, en  la parte trasera del convento de los Franciscanos.
Tapia que existía en la calle Jesús de Perceval, en la parte trasera del convento de los Franciscanos.
Eduardo de Vicente
23:32 • 30 sept. 2019 / actualizado a las 07:00 • 01 oct. 2019

Saltábamos las tapias como pequeños conquistadores de un territorio desconocido. Saltábamos las tapias para jugar y por ese deseo de aventura que necesitábamos saciar a diario. Nos pasábamos la infancia brincando por las tapias, con las manos y la ropa llenas de cal y el corazón latiendo a toda máquina bajo el pecho. 



Saltar una tapia era saborear el placer del riesgo, caminar  por el fino alambre de lo prohibido para colarnos en un terreno que no nos pertenecía. Por eso nos gustaban tanto las tapias, porque era un acto antirreglamentario que nos permitía asomarnos donde no debíamos. Quizá, en esa vocación de saltadores de tapias había una pincelada de ‘voyeurismo’. Nuestra curiosidad infantil se daba  un atracón cuando escalábamos por una tapia y descubríamos lo que había al otro lado del muro



Un día, cuando un grupo de niños del barrio de la Catedral nos colamos en las inmediaciones del cortijo del Cura, detrás del barrio de las Perchas, al saltar la tapia nos encontramos con un huerto de tomates que nos estaba esperando y con una balsa, pegada a la muralla de Hayram, donde descubrimos los cuerpos medio desnudos de dos muchachas que estaban tomando el sol. Todo nuestro esfuerzo después de tantos años saltando tapias se vio recompensado con creces aquella tarde de primavera en la que nos quedamos un rato con la boca abierta y con la cabeza asomada a la tapia contemplando aquella maravilla de los cuerpos adolescentes que nos regalaba el destino. 



Las tapias formaban parte de nuestro inventario de rincones callejeros porque estaban presentes en todos los barrios. Eran muy comunes las tapias de los solares, aquellos lugares medio abandonados que se quedaban desiertos cuando derribaban una casa o desaparecía un trozo de vega. Por los solares merodeaban los gatos y también los niños, que aprovechábamos la tierra del suelo para escarbar y hacer los hoyos para jugar a las canicas, que utilizábamos sus rincones para escondernos del mundo.



Los solares de los barrios estaban llenos de aquellos primeros besos a escondidas que nos regalaban las niñas y de los primeros cigarrillos de la infancia. Allí donde no llegaban los ojos de los padres empezaba el reino de la libertad para los niños de solar y callejuela. Hubo solares que permanecieron años en pie, como el que quedó en la calle de Pedro Jover cuando derribaron el viejo Hogar y la fábrica de almendra. Allí llegaban los niños para jugar al fútbol y allí montaban los circos en invierno. En la Plaza de la Catedral, en la esquina de la calle Eduardo Pérez, existió otro gran solar por donde pasaron todos los golfos del distrito, convictos de traficar en revistas eróticas y cigarrillos mentolados.



Las tapias de los solares estaban integradas en la vida callejera de la ciudad y eran muy distintas a las tapias de los huertos que encontrábamos en las afueras. Íbamos detrás de la Alcazaba, a la zona de la Hoya o a los cortijos de la Molineta y el barrio de Los Molinos para saborear el placer de saltar por las tapias y coger higos o comernos un manojo de algarrobas. 



Lo de menos era el botín. Lo más importante era la emoción de penetrar en el territorio prohibido, en burlar la vigilancia del guarda o del dueño y después contarlo entre la pandilla de amigos. Nos pasaba igual que cuando íbamos al cine, que casi disfrutábamos tanto contando la película que viéndola.



Saboreábamos cada tapia de forma distinta. No sentíamos lo mismo saltando una tapia de huerto que cuando intentábamos profanar la tapia del campo de fútbol para colarnos. El riesgo era distinto y aquel que conseguía colarse en el estadio ascendía un par de peldaños en el escalafón de la golfería infantil. 


Cuánto nos atraían las tapias de los colegios, no la tapia del nuestro, sino las de las escuelas de las niñas que tanto frecuentábamos. En mi barrio solíamos encaramarnos a la tapia que existía en la calle Infanta para ver en el recreo a las niñas del colegio María Inmaculada. Era una tapia encalada de dos metros de altura que desapareció hacia 1974 cuando construyeron la nueva residencia para estudiantes. 


Una de las grandes diferencias entre los niños de entonces y los niños de ahora es que ya no quedan tapias reales que saltar. Los niños actuales también saltan tapias, pero lo hacen a través del teléfono móvil y de la pantalla del ordenador, donde ahora residen aquellos territorios prohibidos que antes  encontrábamos en la calle.


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