Cuando Juan Asensio abrió el cementerio

Ocurrió en 1980 cuando fueron a enterrar a Amable, el tendero del Barrio Alto

Amable Almansa  y su mujer Dolores Cortés fueron durante varias décadas los tenderos más famosos de la calle Real del Barrio Alto.
Amable Almansa y su mujer Dolores Cortés fueron durante varias décadas los tenderos más famosos de la calle Real del Barrio Alto.
Eduardo de Vicente
00:59 • 18 sept. 2019 / actualizado a las 07:00 • 18 sept. 2019

El día que murió Amable la calle Real del Barrio Alto se vistió de luto y fue tanta la gente que pasó por el velatorio que más que un funeral aquello parecía el día de la verbena en las fiestas de San José Obrero. 



En la puerta de la casa, en la esquina con la calle Espino, pusieron la mesita con el libro de condolencias. Como todo el que pasaba escribía su nombre, el libro se quedó pequeño y hubo que traer otro recambio para poder atender tanta demanda, para disgusto del empleado que tuvo que dar dos viajes, con el calor que hacía aquel día. 



La calle era un río constante de vecinos y amigos que quisieron darle el último adiós al bueno de Amable, a pesar del sofoco de aquel 18 de agosto de 1980



En la puerta estaba el libro de condolencias y en la habitación principal, el féretro rodeado de sillas, tantas como para llenar tres velatorios. Como era costumbre en aquel tiempo, los difuntos morían en sus casas y allí permanecían hasta que eran conducidos hasta su última morada. Durante toda la noche y la madrugada, las puertas de la casa de Amable estuvieron abiertas de par en par para que su barrio lo despidiera.



Dolores, su viuda, y sus familiares más allegados, se desvelaron para que no faltara el agua fresca durante el día ni el café durante la noche. Fue un velatorio eterno que podía haber durado dos días si uno de los amigos de la familia y célebre vecino del Barrio Alto, Juan Asensio Rodríguez, ‘Juanico el de Alhama’, no hubiera mediado en el entierro. 



Sobre las once y media de la mañana, una hora antes de la hora prevista para la inhumación, el cortejo se dirigió en caravana desde el Barrio Alto hacia el cementerio, recorriendo a pie bajo un sol abrasador toda la cuesta de la Carretera de Ronda. Ni una sombra por el camino, ni un grifo de agua donde aliviar la sed después de tanta lágrima derramada. 



Cuando poco después de las doce del mediodía el séquito se presentó con el finado en la puerta del cementerio, se encontró con la sorpresa de que el operario de turno les impidió la entrada con la verja cerrada. Ante la incredulidad de los acompañantes, el operario les preguntó que si no se habían enterado de que estaba en vigor el horario de verano y que a partir de las doce no se podía enterrar a nadie, por lo que no les quedaba otra alternativa que llevarse al muerto y volver a las seis de la tarde, con la fresquita. Los familiares miraron al de la funeraria para que les diera una solución, pero el empleado tampoco se había enterado del cambio de horario y estaba tan pasmado como el resto de la comitiva.



El operario del cementerio terminó de cerrar la puerta con sus aires de funcionario, mientras el tío Ramón, hermano de la viuda, se echaba las manos a la cabeza exclamando: “¡Qué barbaridad. Ya no se va a poder morir uno en verano!”. La familia, con un soponcio tremendo, no sabía qué hacer con el difunto. En pleno mes de agosto, con treinta grados a la sombra, cerca de la una de la tarde, en la puerta del cementerio, se veía en la tesitura de tener que deshacer el camino y regresar a la casa para volver cuando empezara a ponerse el sol. 


En esos momentos de zozobra apareció la figura de Juan Asensio, que formaba parte del duelo por ser amigo íntimo de Amable desde los tiempos del cine Monumental. Cuando los Asensio empezaron con la aventura del cine, más de una vez recibieron la ayuda de Amable cuando los rollos de las películas había que pagarlos contra reembolso y acudían al tendero para que les prestara el dinero. Era tanta la amistad que cuando proyectaron la película de los payasos de la tele  y en la sala no quedó una butaca libre, Juan Asensio montó un sillón en el hall del cine para que la esposa de Amable y sus nietos pudieran ver la película.


Con tanta amistad de por medio a Juan Asensio no le quedó otro remedio que hacerle un último favor a Amable y sacar del problema a su familia. En ese momento dio un paso adelante y con la decisión que le caracterizaba pidió el teléfono del cementerio.  


Nadie supo ni a quién llamó ni qué le dijo al interlocutor, pero desde la distancia se podía comprender que la petición de Asensio no era de las que admitían el no por respuesta. Diez minutos después ya había arreglado el asunto. Se sacó un  pañuelo del bolsillo, se sacó el sudor de la frente, abrió la cartera y le dio una  buena propia al operario, que con diligencia abrió la cancela para que pudiera pasar el cortejo.  La familia le pudo dar sepultura al bueno de Amable y regresar con la satisfacción del deber cumplido al Barrio Alto.


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