Aquellos días azules; aquel sol de la infancia

En los últimos años, Fausto mantuvo como motor de sus ilusiones la presencia de sus nietos

Fausto Romero con Cristina y Fausto, sus queridos hijos.
Fausto Romero con Cristina y Fausto, sus queridos hijos. La Voz
Eduardo D. Vicente
14:53 • 08 ago. 2019

Nos conocimos de verdad cuando él venía de retirada, refugiado de las ilusiones perdidas en su torreón de la Plaza del Carmen, cerca del estanco, del kiosco de Amalia y de la farmacia de Durbán, sus últimos negocios de cabecera. Se pasaba los días en casa haciendo vida en sus dos salones, queriendo escapar poco a poco del mundo, como si este tiempo ya no fuera el suyo



El salón principal tenía los restos del naufragio de un tiempo estancado, con sus cuadros antiguos, su sofá pasado de moda y una montaña de periódicos viejos. Tenía ese desorden de los lugares abandonados y un mueble de madera vencido por los libros. 



Para Fausto el salón principal era un sitio de paso. Su hogar empezaba en el salón pequeño, a los pies de la mesa de camilla, frente a la ventana donde asistía al milagro diario de ese cielo azul, de ese mar azul de Almería, y de esas fachadas de azulete que ya no existían nada más que en su imaginación. Cuánto echaba de menos la ciudad de su niñez, aquel entramado de terrados y gallineros, donde las torres de las iglesias sobresalían como gigantes. Le hubiera gustado haber sido alcalde sólo para tirar la mitad de los edificios que se construyeron en los tiempos de la modernidad



A veces, cuando regresábamos en su coche después de comer huevos fritos y patatas en uno de esos bares escondidos que tanto le gustaban, cuando entrábamos por la Cuesta de los Callejones no paraba de decir: “Qué fea es Almería”, y cuánto más repetía la frase más me parecía que aquella renuncia no era nada más que una declaración de amor, de ese amor adolescente que sentía por su tierra: la quería tanto que la odiaba con toda la pasión que puede generar un corazón enamorado.



En aquellas conversaciones, mientras veíamos caer los atardeceres, Fausto me hablaba de que uno empieza a envejecer a medida que va perdiendo ilusiones y que en su vida ya empezaba a ser historia su ilusión por los toros, su ilusión por el fútbol y por los pequeños placeres que habían ido escribiendo su agenda vital. Sin embargo, a medida que iba decayendo su ánimo aumentaba la pasión por sus nietos y el amor por sus hijos, lo mejor que había hecho en su vida, según sus propias palabras. Un día le comenté que alguna vez escribiría su historia, y él me respondió: “Como no te des prisa no sé si llegaré a verla publicada”. Presentía su enfermedad mucho antes de que un médico se la confirmara, pero aceptaba la derrota con una entereza que asustaba. ¿Cómo se puede querer tanto la vida y mirar a la muerte con esa naturalidad? Así era Fausto.



Durante cuatro meses, de enero a abril de 2016, nos veíamos a diario y nos pasábamos las horas hablando en el salón junto a la mesa de camilla mientras los últimos rayos del sol iluminaban los libros de la vieja estantería. En esos instantes se producían momentos mágicos que a Fausto le gustaba imaginar: “Calla, calla. Mira aquella pared”, me decía. Cada noche, cuando ya no había ruidos en la casa ni más luz que la que entraba por la ventana, parecía que los libros se descolgaban de las estanterías y se mezclaban para contarse sus historias. Cuando descansaba la vida los libros reinaban a sus anchas, llenando de duendes los pasillos y las habitaciones. “Tienen vida propia”, me decía para justificar tanto desorden. Al amanecer, cuando Fausto recorría la casa buscando su primer cigarrillo, a veces se encontraba con algún libro rezagado que a esas horas regresa por el pasillo con aspecto de no haber dormido en toda la noche. Unos habían vuelto a su lugar en la estantería; otros habían encontrado refugio en el sofá más cercano, mientras que los más perezosos descansaban en el suelo de su dormitorio con un rastro de ceniza encima. “Este libro es el mejor que tengo para dormir”, me decía.



Los libros formaban parte de su historia desde que siendo niño se dormía con una cuadrilla de piratas rondándole la cabeza. Los relatos de Emilio Salgari le abrieron el camino de los sueños y los amigos de la calle le enseñaron a compartirlos. Eran días felices, cuando el niño corría sin riendas por las calles de Berja, donde su padre estaba destinado como notario



La academia Virgen de Fátima, con don Diego Cara y don Antonio Sánchez, sus queridos maestros; el balón de reglamento de la marca Cóndor que un día le regaló su abuelo para que olvidara las pelotas de trapo; aquella patineta de madera con cuatro cojinetes con la que se tiraba cuesta abajo hasta el empalme de Berja; la vieja radio Marconi que presidía el comedor de su casa, donde escuchaban el Parte de las dos y media de la tarde, los goles que cantaba Matías Prats, y todos aquellos recuerdos inolvidables que formaron su primer universo infantil antes de que dejara el pueblo para venirse a vivir a la ciudad. “Para mí no fue una ruptura porque seguí haciendo la misma vida salvaje en Almería que la que había llevado en Berja”, me dijo Fausto.


En la capital tuvo que hacer nuevas amistades. Conoció a José Márquez, a Paco Gázquez, a Pepito Montes, a Miguel Ángel Soria, a Andrés Lluch, sus amigos del alma con los que revoloteaba por la Plaza de Santa Rita alrededor de las muchachas, y con los que se partía la cara en los portales imitando a los boxeadores locales que se entrenaban en el cuartel de la Policía Armada. “Existía un espíritu de pandilla donde poco importaban las clases sociales. En Berja, uno de mis mejores amigos era nieto de una mendiga, y a ninguno nos preocupó jamás quién era el padre de un amigo. Echo en falta esa pandilla donde nos rozábamos, donde nos pegábamos y donde nos queríamos. Ese calor humano, esa espontaneidad de entonces, no la pueden dar nunca las tecnologías de ahora. Eso ha hecho que yo sea un lobo solitario sin Twitter, sin Facebook, sin wasap”, me confesó en una de aquellas tertulias.


Eran también los años del colegio de La Salle, donde los frailes empezaron a quitarle el salvajismo que traía del pueblo. No había nada como un par de morrillazos a tiempo adobados con la figura del demonio para calmar la inquietud de un niño. “Era como una doma suave”, recordaba. La mano dura de aquellos maestros chocaba con la ternura y la generosidad de su padre, del que no recibió más castigo que dejarlo sin fútbol un domingo ante el Levante. “Mi padre era el hombre más dialogante del mundo. Ha sido la única persona a la que he admirado de verdad”, me dijo. 


Gracias al sacrificio de su padre, Fausto Romero-Miura tuvo la oportunidad de irse a estudiar Derecho a Madrid siendo un adolescente. Era el año 1961 cuando se presentó con una maleta y un manojo de sueños en la casa de una patrona que recibía estudiantes. Cuál fue su sorpresa que allí se encontró a Ignacio Núñez y a Federico Landín, dos amigos de Almería que fueron sus embajadores en Madrid, tanto que unas horas después de llegar ya conocía los sitios para ir de juerga.


Abogado, escritor, fotógrafo, político, gran conversador, espontáneo, generoso, amante de la vida, romántico, sentimental y desengañado del mundo, de la gloria, del éxito y de la posteridad, Fausto esbozaba una sonrisa cuando iba recordando aquellos días en los que todo estaba por hacer, cuando aún era posible llevar el corazón en la mano persiguiendo una pasión. Mientras me hablaba de su infancia feliz en Berja, de sus días de juventud radiante cuando quiso ser alcalde y comerse el mundo, mientras me hablaba de los amores no consumados, es decir, aquellos que nunca se olvidan, abría los ojos para volver a la cruda realidad que lo había llevado a que él mismo se considerara un “ex-mundo”, un náufrago perdido en una época donde la tecnología había vencido a los abrazos. “Me di cuenta que estaba fuera del mundo al entrar en una cafetería y sentarme enfrente de dos chicas que mientras merendaban se mandaban mensajes por el móvil sin mirarse a los ojos”, me dijo.


En su casa, en su sexto piso de la Plaza del Carmen, rodeado de cuadros, de libros y de tabaco, Fausto sobrevivía al paso del tiempo procurando mirar lo mínimo hacía atrás, ni obsesionarse con el porvenir. “Sólo le temo al miedo. A la muerte no porque somos tiempo y ese tiempo se acaba”. Tampoco le asustaba la soledad, una vieja compañera que le permitía hacer lo que le apetecía en cada momento. Una vez me explicó que la convivencia con otra persona era algo maravilloso cuando había amor por medio. Pero que el amor se iba agotando y cuando se acababa, lo importante es que pudieras salvar al menos la amistad con una persona con la que habías recorrido parte de tu vida. 


La última vez que nos vimos en su salón, frente a la ventana de siempre y el mismo atardecer, me convenció de que estaba cerca de la recta final de  su vida y que envejecer era aprender a desprenderse de cosas materiales y espirituales. Era una tarde de junio donde con los ojos medio cerrados volvió a encontrarse con aquel sol de la infancia, con aquellos días azules del último verso de Machado que a él le recordaban sus años vividos en Berja. Aquel día, Fausto llevaba la corbata con el nudo descolgado y tenía dificultades para respirar aunque él las disimulaba con una sonrisa y una calada al cigarro. Aquel último día, después de que el silencio del miedo se cruzara entre nosotros, se levantó del sillón como un resorte y señalándome la pared me dijo ilusionado que no cambiaría los dibujos de su nieto que tenía colgados como un tesoro, por un cuadro de Picasso. La figura del niño le devolvía un trozo de vida que creía agotada. “Un abuelo es un hombre renacido”, me explicaba, reconociendo que cuando se agachaba y se ponía a la altura de su nieto volvía a la infancia.


Un día, antes del pasado verano, fuimos por última vez a aquella venta de carretera donde daban comidas caseras. Fausto era un intelectual, un poeta vocacional que nunca escribió un verso, un señor con traje y corbata permanente que solo perdía la compostura delante de una sartén de papas y dos huevos fritos para mojar. Bendito sea.


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