Los niños de la alcancía y la cartilla

Tener una libreta de ahorro nos llenaba de responsabilidad, era como un primer signo de madurez

Eduardo de Vicente
07:00 • 22 jul. 2019

Una de la mayores virtudes que una persona podía tener hace cincuenta años es que fuera ahorrativa. Me acuerdo de aquella frase que tanto repetían las madres de la época cuando su hija se echaba novio: “Es un muchacho de buena familia, formal y ahorrador”. Ser ahorrativo era lo contrario que ser un “manos rotas”, uno de aquellos jóvenes que tenía la fama de gastarse todo lo que ganaba.



A los niños de antes nos educaban en el ahorro para que desde pequeños supiéramos lo mucho que costaba ganar una peseta. Muchos de nosotros crecimos en la austeridad de las familias de clase media, cuando no nos faltaba de nada pero tampoco derrochábamos. Fuimos heredando desde la cuna la doctrina de la moderación y aprendimos a valorar las cosas por insignificantes que pudieran parecer. 



Si sobraba pan de un día para otro no se tiraba, se guardaba y se le daba a un pobre o a algún vecino para que se lo echara a los conejos; si sobraba comida en la olla se guardaba para la noche o para el día siguiente si la familia disponía ya de frigorífico. Si el pantalón largo se te quedaba corto después del último estirón veraniego, tu madre le sacaba al bajo y cuando ya no quedaba de donde estirar lo metía en el armario para que lo heredara el hermano pequeño que venía creciendo. Si las sandalias se te rompían de tanto trajín callejero, las llevábamos al zapatero para que nos duraran un verano más; si los libros se descosían de tanto abrirlos y cerrarlos durante el curso, los forrábamos para que los utilizara el que venía detrás. En mi casa teníamos un fuerte de madera de los que salían en las películas de indios, comprado en unos reyes en Almacenes El Águila, que sobrevivió a dos generaciones. Cada vez que se rompía lo reconstruíamos como si fuera una obra de arte. 



Casi todos teníamos una alcancía donde íbamos guardando las escasas monedas que nos daban. Todos teníamos una tía que cuando íbamos a visitarla nos ponía un duro en el bolsillo cuando llegaba el momento de la despedida y nos decía al oído: “Ésto sin que se entere tu madre”. Cuando salíamos a la calle, con la mano metida en el bolsillo, agarrábamos la moneda con tanta fuerza que al llegar a nuestras casas llevábamos la cara de Franco grabada en la palma de la mano. El duro de la tía, la pesetica de la abuela, la pequeña paga semanal que nuestros padres nos daban cada domingo para que fuéramos al cine. Casi siempre nos daban lo justo para el precio de la entrada y una pequeña recompensa para la bolsa de cacahuetes y la gaseosa.



Venerábamos la hucha como si fuera un ídolo, un objeto sagrado. Todavía tengo grabada en la memoria la sensación placentera que te dejaba aquel ritual infantil cuando introducías la moneda por la ranura y la escuchabas caer con el resto del botín. Nos pasábamos ahorrando todo el año para comprarnos algún capricho cuando llegara el verano: ahorrábamos para la primera bicicleta, para el balón de cuero que nos parecía inalcanzable, para los patines que habíamos visto en el escaparate de La Giralda. 



Ahorrábamos porque en nuestras casas nos educaban  ahorrando. Habíamos vivido de cerca el sacrificio de nuestros padres para poder tener el frigorífico, la televisión, la lavadora, el coche, siempre haciendo cuentas, tratando de eludir las letras. Una de las frases que repetían las madres eran: “Gracias a Dios no le debo nada a nadie”. Con esa frase nos criamos y con ella nos hicimos una bandera desde la primera vez que tuvimos una alcancía y desde esa primera mañana en la que vestidos de domingo entramos en la Caja de Ahorros para que nos hicieran nuestra primera cartilla. 



Tener una libreta de ahorro nos llenaba de responsabilidad, era como un primer signo de madurez antes de que llegáramos a la adolescencia. Cuando llegábamos al Monte de Piedad el director nos recibía como si fuéramos adultos y al menos en mi caso, ese  primer día de aquella primera cartilla tuve la sensación de que contraía un compromiso para toda la vida. 



La Caja de Ahorros de entonces era muy diferente a la de ahora. Cada sucursal era una oficina con nombres y apellidos: conocíamos a los que estaban detrás del mostrador y ellos nos conocían a nosotros. Si tenías una duda te la aclaraban sin mirar el reloj, sin soportar la inquietud de una cola. A veces, el responsable te obsequiaba con un bolígrafo o un caramelo. En aquellos años todavía se celebraba el ‘Día Universal del Ahorro’ y el Monte de Piedad lo festejaba sorteando premios entre los mayores y regalos entre los niños. Recuerdo la fiesta del 31 de octubre de 1975 porque fue retransmitida en directo por las tres emisoras locales en la voz del locutor de moda, Alvaro Cruz ‘Pototo’.



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