Las cuevas del Pecho y las huertas

Bajo el tercer recinto de la Alcazaba aparecía un mundo de cuevas y huertas que llegaba hasta la rambla

Eduardo D. Vicente
20:00 • 18 abr. 2017

Bajo las torres del tercer recinto de la Alcazaba empezaba otra historia. Las murallas que bajaban por el cerro hasta la Rambla de la Chanca separaban  mucho más que dos barrios; eran la frontera entre dos mundos. Uno se asomaba desde las altas torres y se encontraba con unas formas de entender la vida que se mantenían ancladas en el tiempo, como si allí, al cobijo de los cerros y las murallas, la ciudad hubiera mantenido su esencia intacta. 


A comienzos de la década de los sesenta, mientras el centro de Almería se mudaba de piel hasta hacerse irreconocible, allí, bajo los muros de la fortaleza, el reloj se había detenido y el barrio de Chamberí seguía exhibiendo esa mezcla extraña entre lo rural y lo urbano sin ninguna concesión a la modernidad. Las mismas casas de puerta, ventana y azoteas que se iban abriendo paso entre las cuestas; las mismas cuevas donde todavía sobrevivían sin luz y sin agua las familias más humildes; y las mismas huertas que convertían en un vergel el andén de la vieja Rambla de la Chanca. 


Todavía estaba funcionando la huerta de Cadenas, de donde salían los carros llenos de verdura hacia los mercados del centro de la ciudad. Todavía estaba activa la antigua noria que sacaba un gran brazal de agua y el pozo con un motor que extraía  el ‘oro’ de la tierra en los meses de sequía. La finca disponía también de una era para que se secara el maíz, donde había que quedarse de noche montando guardia para que no entraran a llevarse el género. Del maíz se aprovechaba todo, hasta la farfolla de las panochas, que bien limpia se utilizaba después para venderla como relleno de los colchones. Las verduras de las huertas de La Chanca se vendían después en los mercadillos de barrio y eran muchos los tenderos que se acercaban por las huertas para llevarse a sus negocios la mercancía recién sacada de la tierra.




Aquel trozo de vega junto a la rambla formaba parte de la historia de todas las familias del barrio. La huerta y su lavadero eran un templo para aquellas gentes humildes  que generación tras generación sobrevivieron con sus aguas. 
Aquel trozo de ciudad tuvo también sus episodios épicos, como el llamado ‘Motín de la huerta de Cadenas’, ocurrido en el mes de noviembre del año 1912. Eran días de miedo y muerte debido a una epidemia de viruela que azotaba con crudeza a los arrabales más pobres. En un intento de frenar el contagio de la enfermedad, las autoridades municipales impusieron una máquina lejiadora en el mismo lavadero para depurar las ropas que allí se mezclaban a diario. Más de cien mujeres se unieron entonces para protestar por esta decisión y porque no se les  consentía lavar la ropa que antes no hubiera sido sometida a la acción del higiénico artefacto. Hubo gritos, pedradas y desórdenes que se extendieron por el barrio, obligando a intervenir a los agentes de la autoridad y al teniente de alcalde don Carlos Pérez Burillo, que fue convenciendo a las mujeres de que la lejía no era un enemigo, sino un aliado vital. 


Los últimos vestigios de las huertas estuvieron en pie hasta los años sesenta, como las casas del barrio de Chamberí y toda la Joya, como las cuevas del Gordote o las populares cuevas del Pecho, que asomaban con dignidad su pobreza bajo las torres de poniente de la Alcazaba. Las cuevas se mezclaban con un grupo de casas destartaladas que fueron surgiendo sobre las laderas a su libre albedrío, sin ninguna autorización municipal. 




Para los niños que procedían de otros barrios de un nivel social más alto, atravesar aquellos parajes era una aventura porque estaban siempre custodiado por pandillas de muchachos que a veces no recibían con los brazos abiertos a los forasteros. Los niños de entonces saben muy bien cuántas guerrillas se declaraban por los cerros, a pedrada limpia.
Con el tiempo, las cuevas del Pecho se fueron quedando deshabitadas. Muchas familias acabaron poblando los nuevos barrios que se construyeron a extramuros: Regiones, el Tagarete, el Zapillo. En los años ochenta, cuando el Ayuntamiento empezó a tomarse en serio su rehabilitación, sólo quedaban once cuevas en pie y poco más de treinta vecinos.  Después llegó el plan de reconstrucción que levantó otro barrio llevándose por delante el alma del viejo arrabal bajo el torreón. Hoy es un espacio degenerado.
 





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