El hombre del camión del agua

Las tiendas de barrio tenían un depósito de uralita para la venta del agua de Araoz

Eduardo del Pino
15:00 • 19 ene. 2017

En las tiendas de barrio existía el rincón del agua de Araoz, con un depósito que casi siempre era de uralita, y un rudimentario sistema de enfriamiento antes de que se democratizara el uso de los frigoríficos. En la tienda de mi padre las tuberías del agua de Araoz pasaban por un compartimento, que era un humilde y simple cajón, donde se colocaban las barras de hielo que obraban el milagro del agua fresca. Todos los años, cuando llegaba el mes de junio, empezaba el ritual de los ‘viajes’ a por el hielo. Había que acercarse a Pescadería para comprar las barras en la fábrica y transportarlas luego en un carrillo de mano, a toda velocidad y con un saco encima, para evitar que se derritieran antes de tiempo. 

En aquellos años sesenta, cuando tener un frigorífico era un pequeño lujo que fue llegando poco a poco a los comedores de las casas, beberse un vaso de agua fresca era un gran acontecimiento y en las tiendas se hacía un buen negocio a fuerza de vender vasos de agua fresca a dos reales. Todavía se utilizaban los botijos de barro, aquellos que nuestras madres y nuestras abuelas adornaban con tapaderas de ganchillo, por lo que una estampa habitual de entonces era la de la gente acudiendo a la tienda a llenar el botijo de agua fresca o la botella de cristal antes de que empezaran a salir al mercado las de plástico.

La venta de agua le dejaba un escaso margen al tendero, pero era obligado dar un buen servicio porque el que iba a por agua siempre acababa llevándose algo más. Solía ocurrir con frecuencia, al menos en mi tienda, que el depósito se quedaba vacío y los parroquianos dejaban la garrafa junto al grifo y después venían a recogerla, o que dejaran el encargo para que los niños del negocio les acercáramos después la mercancía, por cuyo favor siempre caía alguna propina. Hubo un tiempo en el que pusieron de moda unas garrafas de colores con tapón blanco y un asa de hierro que se te quedaba clavada en las palmas de las manos.

El día que más se vendía era cuando se iba el agua, un suceso que solía ocurrir con frecuencia en verano, dejando secas las tuberías durante horas. Había que recurrir entonces al agua de Araoz para lavar los platos y asearse. Una imagen también habitual de aquellos tiempos era el de las mujeres apiñadas en la parte trasera del camión del agua, esperando la cola para llenar varias garrafas.

La venta del agua de Araoz creó un oficio, el de los repartidores que iban por la ciudad con sus camiones cisternas. Llegaban, aparcaban sobre la acera si era preciso, e instalaban aquel simple mecanismo en el que la manguera se introducía por la parte superior del depósito y era accionada con un motor. Mientras se llenaba el recipiente, que no solía tardar más de cinco minutos, el repartidor se sentaba a descansar y a charlar un rato con el tendero. Aquellos mercaderes del agua iban de tienda en tienda, de barrio en barrio, y conocían de primera mano todo lo que iba sucediendo en la ciudad, por lo que eran buenos compañeros de conversación para romper la monotonía de la tienda. 

En Almería fueron muchos los que se ganaron la vida llevando el agua de un establecimiento a otro, primero en carros y después en modernos camiones. Uno de los más antiguos, que empezó después de la Guerra Civil, fue Juan Garrido Fenoy. Tenía un carro de madera tirado por un mulo con el que iba por las calles despachando el agua de puerta en puerta. Todas las mañanas, al amanecer, iba con su carro al depósito del agua que estaba en la calle de Zaragoza, lo llenaba y empezaba el reparto por las calles del centro, que era el distrito que tenía asignado. Juan recorría las calles con una puntualidad exacta, de tal forma que las mujeres ya sabían a la hora que el vendedor pasaba por su puerta. Cuando llegaba el carro salían al tranco a llenar las cacharras y las garrafas. A la una de la tarde, dejaba de trabajar, aparcaba el carro en la Plaza del Lugarico y se dirigía a su casa para almorzar. A primera hora de la tarde volvía a la faena, que se prolongaba hasta que empezaba a echarse la noche. Al terminar la jornada se dirigía otra vez al depósito de la calle de Zaragoza para dejar allí el agua que no había vendido. Antes de marcharse a descansar, tenía que pasarse por la casa de don Joaquín Cumella Orozco, el dueño del negocio, para entregarle la recaudación del día y hacer las cuentas.







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