Eternidad en harina y azúcar

La eucaristía debería hacerse siempre con roscos, pestiños o leche frita

Dulces de Semana Santa.
Dulces de Semana Santa. Europa Press
Javier Adolfo Iglesias
00:12 • 04 abr. 2024

La Semana Santa regresa cada año envuelta en perfumes de canela, azúcar y matalaúva. No son solo el incienso y la música que me lanzan tras las procesiones como si fuera un sonámbulo ávido de sensaciones. El más allá pasa por lo más sensible de mis oídos, mi olfato y paladar. No entiendo que el resto del año el cuerpo de Cristo sea tan insípido y anodino como una oblea. La eucaristía debería hacerse siempre con roscos, pestiños o leche frita que nos hagan volver a creer. De niño vivía cada año la pasión de Cristo en la calle Mariana, en el tranco de la heladería de mis abuelos. Al ver acercarse a aquel judío muerto en un ataúd de cristal jamás paré de darle lametones a mi cucurucho, y nunca se lo ofrecí al hijo de dios, como habría hecho Marcelino. Ya debí de entender que ni siquiera un helado de turrón tan maravilloso como aquel podía resucitar a un muerto.



Ya adulto, cada vez que como un rosco cierro los ojos y al morderlo alcanzo la eternidad. Vuelvo a ser niño, a vivir aquel momento de unión de un hijo con su madre y entender el dolor de la pasión. Es mi misticismo sensorial, como el de Santa Teresa. Cogía entre mis pequeños dedos un pegote de masa y lo hacía rodar sobre la mesa enharinada. Pensaba que así debió de haberlo hecho Jehová en el Génesis, según me contaba aquella Biblia Ilustrada en color. Luego afinaba con brazos y piernas, que los pegaba al tronco con dificultad. Llegaba el momento final de aquel milagro, mi madre lo lanzaba al aceite hirviendo; y yo lo veía dorarse entre roscos, que giraban como planetas. Entonces me lo devolvía al plato, lo dejaba enfriar, lo contemplaba orgulloso y le añadía el azúcar vital. Entonces me sentí como Dios y comprendí de golpe que la vida no ocurre sin la muerte.









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