De camisa para adentro

José Luis Masegosa
23:45 • 19 oct. 2020 / actualizado a las 07:00 • 20 oct. 2020

La convulsa y preocupante experiencia que nos ha tocado vivir conforma un coyuntural escenario para templar la mente y dejarnos llevar por los reflexivos derroteros del pensamiento: La confianza y creencia en las cualidades de uno mismo parece que van unidas a las personas con talento, equilibradas, de juicio sereno, exentas de vanidad y de soberbia -tan al uso en la sociedad de nuestros días- y poseedoras del justo concepto que debe tenerse del amor propio. Es cierto, por otra parte, que se haría un gran negocio comprando a algunos ciudadanos por lo que valen y vendiéndolos por lo que –supuestamente- ellos se tasan; pero no es menos cierto que estas personas o carecen de un sólido talento o pretenden engañar al mundo sin creer en el talento de los demás, o sea que son falsas monedas que van a ver si pasan por lo que no son, es decir duros falsos, como siempre se ha dicho.


Por otro lado, la modestia no se manifiesta jamás en su justa medida: en ocasiones, es la máscara que cubre la inevitable soberbia, y, cuando por excepcional casualidad, es verdadera, más perjuicios ocasiona que beneficios procura a quien de ella presume. Otras veces la modestia es mero artificio, cálculo certero para hacerse perdonar el éxito brillante, y en numerosas ocasiones es pura tontuna que a nada conduce. La autocrítica, al hilo de lo enunciado, es ejercicio muy escaso en la especie humana y prácticamente inexistente en los hombres y mujeres de la cosa pública, ya sea la política o el arte, mismamente. Por el contrario, la autocrítica, expuesta con ingenuidad y sinceridad –si eso fuera posible- daría a los ciudadanos el exacto conocimiento de la valía positiva de sus políticos o artistas; pero no se pueden pedir naranjas de la china a la mar salada y sinceridad e ingenuidad en la esfera pública. No sé a ciencia cierta por qué, pero está muy extendida la idea de que fulano o mengano cree en sí mismo, tiene meridiana conciencia de su capacidad y no se engaña de camisa para adentro.


Tras la asistencia, hace un par de meses, a una función en el Teatro Romea de Murcia, mi acompañante –avezada conocedora de la historia e intrahistoria de la vecina capital del Segura- me puso al loro de un amplio anecdotario de la vida del autor que da nombre a la histórica sala, objeto de una curiosa leyenda que le atribuye una triple maldición incendiaria –ha ardido dos veces- supuestamente atribuida a los dominicos por la ocupación de terrenos colindantes con su antiguo cementerio. Una de las anécdotas en cuestión aprueba la antedicha reflexión: Un buen día de 1859, al término de una representación en el Teatro de Variedades, se presentó al reconocido actor Julián Romea un jovenzuelo zanquilargo, de expresivos ojos negros, nariz aguileña y simpático, quien entregó al célebre artista una comedia. Conseguir que el consagrado actor leyese cualquier obra de un novel era cuasi imposible por muchas recomendaciones que le acompañaran, que en este caso no era ninguna. No se sabe si fue el gracejo, la simpatía o el don de gentes del bisoño autor, que era aragonés, lo que llevó a Julián Romea a leer la obra y ponerla en ensayo casi de forma inmediata. Tras unos meses, llegó el día del estreno. El público, que desconocía al autor, no salió entusiasmado de la representación e, incluso, la silbó con generosidad. El fracaso fue terrible. Al caer el telón, Julián Romea, muy afectado y disgustado, se detuvo en las tablas para concluir que quizás el público tuviese razón y que la aceptación de aquella deficiente comedia se había debido más a la simpatía por el autor que por el mérito de la obra. Apenado, el experto actor dilucidaba acerca de qué podía decirle al entusiasta muchacho que había sufrido tan estrepitoso fracaso en su opera prima. El joven dramaturgo se acercó a Romea y depositando su mano sobre el hombro del maestro, le dijo: “No se apure don Julián, yo le escribiré otra..” Estupefacto y sorprendido, el actor murciano recorrió con su vista, de abajo a arriba, la figura de su interlocutor, y poniendo su mano sobre la espalda del mozalbete se limitó a contestar: “ Hijo mío, tú llegarás”. ¡Vaya si llegaré!, respondió convencido el joven. No se equivocó. Aquel zanquilargo jovenzuelo, de grandes y expresivos ojos negros llegó a ser uno de los más ilustres autores de nuestras Letras. Era Eusebio Blasco Soler, escritor, periodista, poeta y dramaturgo, quien supo creer en sí mismo y en que de camisa para adentro nadie se engaña de su propia valía.






Temas relacionados

para ti

en destaque