Los capones del alcalde

José Luis Masegosa
11:00 • 27 may. 2019

En esta jornada postelectoral, a falta de la publicación oficial de los cargos electos y de la posterior conformación de los consistorios, muchos aspirantes de la convocatoria municipal tienen ya confirmados sus cargos representativos como concejales y como alcaldes. Al margen de las diferentes opciones políticas, las urnas nos habrán nominado representantes de toda índole: malos, buenos, altos, bajos, guapos, feos, inteligentes, torpes, educados, maleducados, formados, ignorantes, astutos, trabajadores, vagos, simpáticos, empáticos, agradables, desagradables…de todo un poco, como en la vida que nos toca. Todos dirán que se van a entregar, que van a trabajar por sus respectivos pueblos y ciudades para dotarlos de los mejores servicios y proporcionar a sus vecinos el mayor bienestar. Otra cuestión es el resultado que arroje su  mandato dentro de cuatro años. Algunos electos ya conocen las hieles y mieles del poder municipal, otros no, pero todos llegan a los municipios  cuando la naturaleza muestra su mejor faz. Como así debieran mostrarla nuestros pueblos y ciudades tras la finalización del periodo de gestión, si bien eso está por ver y de todo podremos encontrarnos porque el peso específico del ego de nuestros ediles es ilimitado. Al respecto, recuerdo con la misma sorpresa que me causó entonces, la historia acaecida en un pueblo del Sur, situado sobre un elevado montículo donde se levanta imponente un castillo donde residía un señor que se creía el amo de todo cuanto alcanzaba su vista. 


Las calles circulares del pueblo comunican con una hermosa y amplia plaza que alberga un pequeño parque en cuya zona central se erige sobre un pequeño basamento un robusto capón de bronce Tan sugestiva escultura me llevó a indagar acerca del motivo de la misma. Entre mis conjeturas quise adivinar el reconocimiento popular al que podría ser el principal animal autóctono, sustento de la economía del pueblo. También barajé la posibilidad de que no hubiese razón concreta alguna que explicara la presencia en tan concurrido lugar de la animada obra de arte, sino que más bien sólo se debiera a la generosidad de algún escultor/a de la localidad.


La improvisada conversación con uno de los ancianos lugareños  alumbró alguna luz acerca de mi malsano interés por no dejar tranquila a la silente gallinacea. El señor, dueño de tierras, de ganados , de gentes y de casas, supuestamente dos veces duque, cuatro marqués, grande de España y caballero cubierto, creíase el centro de todas las miradas de la comarca . No hablaba mi interlocutor de la Edad Media. Corrían los primeros años treinta y el Gobierno de la República incautó las tierras del doble duque en aplicación de la Ley de Reforma Agraria. Al parecer, el grande de España era riquísimo -subrayó mi interlocutor- “y las casas donde vivían mis padres y sus vecinos las construyeron ellos con sus propios  materiales, pero el suelo no era de su propiedad, sino una cesión del señor, a quien los usuarios estaban obligados a entregar dos capones al año, dádiva que debía mantenerse a perpetuidad para sus descendientes”. Respiré y asentí como si ya hubiese satisfecho mi curiosidad. 



Pero no. El lugareño aclaró: El tributo despareció, pero el penúltimo alcalde franquista lo instauró y en su memoria erigió la escultura de los capones que han mantenido todos los alcaldes elegidos en democracia. No sabemos si el nuevo regidor, descendiente del edil franquista, conservará el busto avícola o lo dedicará a cualquier otro animal. Todo es posible.






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