La maestra que llevó a las aulas a los niños de El Puche

Mari Martínez se jubila tras 35 años como directora del Josefina Baró

Mari Martínez, minutos después de la entrevista en el Plaza de los Periodistas.
Mari Martínez, minutos después de la entrevista en el Plaza de los Periodistas. Marta Rodríguez
Marta Rodríguez
07:00 • 30 may. 2021 / actualizado a las 11:52 • 30 may. 2021

A la maestra Mari Martínez la pandemia la ha privado de una jubilación con honores. Después de 46 años de servicio -40 de ellos en El Puche, donde durante 35 ha sido directora del Colegio Público Josefina Baró-, esta docente vocacional no ha podido despedirse de sus compañeros, ni mucho menos de los alumnos y familias de un centro que ha sido su vida. Tampoco ha vuelto al barrio que un día de hace mucho tiempo hizo que cobrase sentido para ella el oficio más bonito del mundo.

Desde sus inicios en unos barracones de El Puche viejo, el espíritu que ha guiado a esta maestra ha tenido que ver con el noble propósito de enseñar, pero no solo eso. Porque siempre tuvo claro que este colegio, y no otro sitio, era el sitio ideal para hacer felices a unos niños cuya mochila venía cargada de problemas. “Algunos momentos han sido complicados, pero ha merecido la pena. Yo he luchado por que aprendieran, pero sobre todo por que fueran felices; he luchado como no te puedes hacer una idea. Ahora mismo vas allí y parece que estás en un colegio del centro”, expresa con la mirada vidriosa.

Cuando pasa por la puerta de un colegio, Mari mira para otro lado. A sus 69 años, aún no ha conseguido digerir que su etapa en las aulas ha acabado. Sin embargo, le consuela la certeza del trabajo bien hecho. Haber comprendido desde el primer instante que a unos niños diferentes, había que atenderlos de manera diferente. Aún le falta la perspectiva del tiempo, pero ahí queda su comprometido legado como maestra solidaria.

Alumnos, padres y compañeros
“Me llevo alegrías, satisfacciones y el cariño de mis alumnos y de sus padres, que ha sido una cosa muy importante a la que dediqué mucho tiempo para que supieran que lo que los maestros queríamos era lo mejor para sus hijos. Y me han entendido, mi lenguaje se ha entendido, yo nunca he tenido un problema con un padre”, confiesa Mari Martínez con orgullo.

Se deshace en elogios hacia los grandes profesionales, docentes y no docentes, que la han acompañado a lo largo de este tiempo. A ellos les manda un “recuerdo emocionado”, aunque “algunos ya no están con nosotros”. Y asegura que ha visto llegar a muchos maestros llorando porque no querían que los destinaran a El Puche. Casi los mismos que luego se iban llorando de pena porque no podían despedirse del Josefina Baró.

“Algunos dejaban el coche a cuatro kilómetros del colegio, pero luego llegaban allí y El Puche les atrapaba; conocían a estos niños preciosos y cariñosísimos que cuando ven que se les presta atención, se encuentran muy a gusto, aunque otros necesitan desfogar sus problemas”, explica.

Objetivo: reducir el absentismo
Reducir el absentismo de unos escolares en clara desventaja sociocultural ha sido la obsesión de esta maestra desde que observó aquella primera imagen que aún conserva intacta en la memoria y es que en El Puche los niños estaban en la calle y los maestros en el colegio. El comedor, la mejora de la convivencia y las actividades de refuerzo ayudaron a doblegarlo hasta la situación actual, cuando podría decirse que es absolutamente residual. También han influido los movimientos de la población de un barrio donde antes predominaban los vecinos de etnia gitana y ahora los marroquíes.

“El colegio de hoy nada tiene que ver con aquellos primeros años y a mí me ha dado tiempo a disfrutarlo; he sido tan feliz allí”, subraya, al tiempo que reconoce que el barrio sigue estando abandonado, sucio y, en definitiva, olvidado.
 
Anecdotario
El anecdotario de esta maestra veterana daría para escribir varios libros, pero la limitación de espacio apenas lo dejará en unas pinceladas. Porque en estas cuatro décadas de ejercicio docente en El Puche ha visto lo que significa la palabra solidaridad elevada a su máxima expresión cuando familias que no nadaban en la abundancia recibían algo de dinero y ponían una olla para dar de comer a lo vecinos. Y también se ha rendido al talento para el flamenco de alumnos como los hermanos Cortés, Rocío Zamora y su último descubrimiento, Diego El Cachote, quien acaba de participar en el programa de Canal Sur ‘Tierra de talentos’.

En estos tiempos de vacunas contra la Covid-19, Mari Martínez puede decir que ha llegado a vacunar a niños a espaldas de sus padres, que más tarde acabaron agradeciéndole que les hubiera salvado la vida. Además, ha recibido cartas desde la cárcel de una madre pidiéndole que cuidara a sus hijos, escolarizados en su centro. Incluso ella misma ha pisado el centro penitenciario para visitar a un antiguo alumno y ha vuelto llena de tristeza al comprobar que no era el único de sus estudiantes que permanecía allí. “Me vine muy triste y decidí no volver, de alguna forma lo sentí como un fracaso”, declara.

Y una última vivencia para ilustrar la historia de esta vocación desmedida: la historia del niño escondido. Hace años, la directora del Josefina Baró se percató de que en una casa de El Puche una madre mantenía oculto a uno de sus hijos por temor a que se lo quitaran. Se dio cuenta porque el pequeño -de unos seis años- se iba a mirar jugar a los alumnos desde el otro lado de la valla del patio. En esos tiempos, ya no había niños en la calle. Los maestros se habían encargado de que estuviesen donde debían estar.

“Le dije a la madre que no tenía más remedio que dar el paso de escolarizarlo porque a ese niño había que hacerlo legal, pues no tenía ni partida de nacimiento. Al final aceptó, me puse en contacto de los Servicios Sociales y, al día siguiente, allí estaba el niño contentísimo con su mochila y una sonrisa de oreja a oreja y la madre también. Recuerdo que era el mes septiembre y cuando al fin llegaron todos los papeles, resulta que sirvieron para certificar su defunción. Esa Navidad se desató un fuego en su casa y el niño, que ya empezaba a leer y a pintar, murió. Estuvo solo tres meses en el colegio y pensé en que por lo menos había quedado constancia de que había existido y en lo feliz que se le vio esos tres meses, participando en la fiestecilla de Navidad y jugando en el comedor escolar”.










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