Historias almerienses sobre el paisaje (II): Laderas y balates

Una serie que aspira a intervenir en la percepción de la realidad geográfica y territorial

Participantes en un taller de balates.
Participantes en un taller de balates.
Rodolfo Caparrós
14:18 • 01 oct. 2020 / actualizado a las 07:00 • 02 oct. 2020

Que Almería es una provincia montañosa es algo que no admite ninguna duda geográfica. La disposición de esas montañas establece un ritmo sierra-valle que compartimenta el espacio, y ofrece un escenario genuinamente mediterráneo (un mar fortificado por montañas, como acertadamente señaló Fernand BRAUDEL, uno de los más contrastados “cronistas” de nuestro mar). En algún lugar escribí que la Almería actual era un territorio de valles irrigados y laderas metálicas. Laderas y fondos de valle, protagonistas de las dinámicas de la cuenca hidrográfica, han jugado un papel decisivo en la historia de nuestro territorio, pero de una forma secuencial. Mi colega Miguel Ángel SÁNCHEZ DEL ÁRBOL me enseño hace tiempo que la montaña mediterránea nunca es un hecho irrelevante. Me atrevería a añadir que en esta esquina del sureste, es un hecho decisivo.






Si atendemos a la orientación de su línea de cumbres, podemos distinguir dos grupos de sierras almerienses: las que se disponen en dirección este-oeste (sierras de María, Estancias, Filabres, Nevada, Gádor y Alhamilla); y las que tienen una dirección suroeste-noreste, al otro lado del pasillo tectónico por donde discurre la Autovía del Mediterráneo en el levante provincial (sierras de Cabo de Gata, Cabrera,  Almagrera y El Aguilón). La sierra de Almagro hace de bisagra entre ambos conjuntos.

Solanas y umbrías



La disposición dominante es la paralela (este-oeste), lo que produce un acusado contraste entre las solanas y las umbrías de las sierras, que, a su vez, se refleja en la asimetría de los valles: los cauces, presionados por los sedimentos de unas solanas muy expuestas a la erosión, tienden a situarse junto al piedemonte de las umbrías de la sierras, que aportan menos sedimentos, al estar más forestadas. Es ese mismo contacto el que explica el patrón de asentamiento dominante en la provincia, de origen medieval: la mayoría de las poblaciones se sitúan en el contacto entre el piedemonte de las umbrías, al sur de los cauces, y el terreno sedimentario del fondo de valle (ver VJ13).






¿Que razones movieron a los antiguos pobladores de este territorio a preferir la montaña al llano? Sobre todo, la seguridad. La montaña es menos accesible, y desde sus elevaciones pueden otearse los movimientos de visitantes, potencialmente hostiles. También es más segura la obtención de agua de manantial, cuya domesticación es más sencilla que la del agua sedimentaria, con su tendencia a infiltrarse en el subsuelo. Por no hablar de la seguridad ante riadas y avenidas, cuyos estragos se concentran en los fondos de valle y en el litoral. Por contra, la corrección de la inclinación de ladera exige un trabajo penoso y continuo, el tributo que hay que pagar para beneficiarse de la seguridad de la montaña. Asentamientos y terrazas de cultivo transforman el plano inclinado de la ladera en una escalera de planos horizontales, sobre los que se puede edificar y sembrar. También hay que corregir la cinética gravitacional de la ladera, que dificultaría la utilización del agua. Balsas, acequias de entretenimiento, paratas y balates frenan el natural discurrir del agua, que, además, arrastraría la tierra superficial. La gestión del agua y de los sedimentos es el quehacer central de los habitantes del sureste, y, muy especialmente, en zonas de montaña.



Una ladera es un plano inclinado. El mapa de pendientes señala el predominio de la inclinación (en tonos oscuros) sobre el llano (en blanco). El resultado paisajístico es el del protagonismo de los telones sobre otros elementos que articulan las escenas, y una intervisibilidad permanente entre laderas opuestas.




Ribazos
Estamos en el territorio de los balates, llamados también pedrizas o ribazos en distintas zonas de la provincia. Son muros de mampostería de piedra seca (sin ligante), cuya finalidad es la contencion de los paquetes de tierra que forman las paratas o terrazas (el plano horizontal, sobre el que se cultiva). Por utilizar el término que acuñó el maestro Eugenio TURRI, los balates son un iconema del paisaje almeriense. Un símbolo que contiene significado. Y ese significado es el del esfuerzo continuado de una comunidad para convertir laderas por donde las lluvias torrenciales arrastrarían agua y tierra, en una sucesión de planos cultivables, donde la tierra se retiene y el agua la fertiliza. Es el iconema de la construcción de una comunidad en torno al esfuerzo y el trabajo compartido.


Esta mampostería de piedra seca, cuya técnica y saberes asociados han sido declarados Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, es una auténtica seña de identidad almeriense, por la que nos presentamos ante nuestros vecinos mediterráneos y del resto del mundo como un lugar extremo, en la conformación física de nuestro solar, en la aridez estructural, en la disposición de nuestros relieves, en las estrategias de adaptación y supervivencia.

Efectos
A mediados del siglo XX se ponen de manifiesto los efectos de un proceso de cambio territorial, cuyas primeros indicios pueden situarse en la segunda mitad del XIX. Supone el tránsito de un modelo territorial de base orgánica que explicaba nuestra querencia por las laderas, a otro, basado en el consumo intensivo de energía y capital, que produce un auténtico “vuelco hacia la costa” (Roland MARX) de la población almeriense. El triunfo del mundo sedimentario. El predominio de los intercambios respecto a la subsistencia autista de las pequeñas comunidades serranas.


La próxima semana, en Virado a Jibia, la tercera entrega VJ3 “Un modelo de sedimentación humana”, profundiza en este proceso y sus efectos.



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