Y que nada nos arrebate el sueño

En su sección mensual, la psicóloga y escritora reflexiona sobre ese momento antes dormir en el que uno hace balance del día. Un instante que ella aprovecha para valorar si ha

Fotograma de ‘La vida es bella’ con Roberto Benigni interpretando al inolvidable Guido Orefice.
Fotograma de ‘La vida es bella’ con Roberto Benigni interpretando al inolvidable Guido Orefice.
Verónica Díaz
22:31 • 07 jul. 2017

¿Conocéis la típica imagen que la tradición católica ha creado de una persona a las puertas del cielo, rindiendo cuentas ante San Pedro, el cuál sabedor de todas las fechorías y las bondades de tu historia vital, debe decidir si te mereces la llave del cielo y del descanso eterno, o no? Pues algo así me pasa a mí cada noche cuando me meto a la cama a dormir. 




Tiendo a acostarme con una sensación interna que transcurre entre la satisfacción e insatisfacción total conmigo misma y con todo lo que he dicho, hecho o sido en ese día. O peor aún, lo que no he dicho, hecho ni sido. Así que cada noche desfilan ante mis ojos y se colocan en la balanza todas las cosas que podría haber mejorado y aquellas que por otro lado si he alcanzado a cumplir. Y del resultado de esa medición depende el que me vaya a dormir feliz y realizada, o sintiéndome que no estoy a la altura de quien deseo ser.




Tengo una idea muy clara de cómo aspiro a ser en esta vida y si aún con esas me equivoco continuamente en la consecución de esa meta no quiero ni pensar qué sería de mí sin ella. No es nada de otro mundo. Quiero dejar mi huella de manera positiva. Para eso no hacen falta grandes gestos ni reconocimientos. Ya sabéis lo que dicen, personas pequeñas, en sitios pequeños, haciendo pequeñas cosas, cambian el mundo. Y yo quiero irme de aquí despeinada por haber vivido y diciendo “¡Uf! Definitivamente lo he hecho bien”. Y como espero que ese día todavía quede muy lejos, pues mientras tanto, me evalúo a mí misma casi sin querer, cada noche, con esa sensación que me acompaña a la cama y que me sirve de termómetro de mis actos. Y hay que ver lo flojita que ando a veces.




Todo cuenta para mí. Lo amable que haya sido con las personas que haya interactuado. La paciencia que haya tenido. La forma de reaccionar en momentos de tensión. Los gestos de ternura y cariño que haya dedicado a otros. Los alimentos que haya ingerido. El deporte que haya practicado. El tiempo que haya malgastado procrastinando y el que haya empleado en tareas de utilidad o de creatividad. La atención que le haya puesto a los detalles. Cuánto me haya entregado a los demás. Cómo me haya tratado a mí misma. El número de veces que haya dado las gracias en contraposición con las veces que me haya quejado… 




Punset cuenta en uno de sus libros que una vez le preguntó a un alumno, número uno de la clase, qué es lo que le sabría peor en la vida, y éste le contestó “dejar de ser quien soy” como si cambiar de opinión fuera una verdadera traición para él en lugar de ser un requisito para salir adelante. Como si existiera la posibilidad de conservarse inmutable cuando toda evolución pasa siempre por el cambio. Pues a mí me ocurre más o menos, lo contrario, que todo el tiempo intento ser mejor todavía de lo que era, aunque a veces vaya a paso de tortuga, aunque no siempre me salga bien o incluso aunque por error surta el efecto contrario. Lo importante es no tirar la toalla.




Yo sólo quiero que cuando llegue la noche, y tenga que enfrentarme con mi conciencia pueda dormir tranquila, orgullosa de quién y cómo he sido ese día. Y puedo confesar, y confieso, que cada vez que he alcanzado ese estado de autorrealización ha sido saliendo de la comodidad, haciendo sacrificios, remangándome y trabajando. Como las veces que he salido a correr aunque no tuviera nada de ganas; las que he ido como voluntaria a alguna asociación aunque tuviera un nudo en la garganta todo el rato por ver a esos niños enfermos; las que he respirado dos veces para calmarme antes de reaccionar; las que he dejado el ego y la necesidad de tener razón a un lado y he actuado desde la compasión y comprensión…




Viktor Frankl fue un neurólogo, psiquiatra y escritor -además de un ejemplo de resiliencia e inteligencia emocional para mí- que sobrevivió a los campos de concentración, perdiendo en ellos a toda su familia, a su esposa, e incluso al bebé que esperaba con ella, y a pesar de experimentar esas horribles circunstancias decidió encontrar los motivos que hacían que la vida fuera digna de vivirla. Escribió uno de sus libros, ‘El hombre en busca de sentido’, desgranando las emociones y pensamientos que acompañan a una persona en un estado tan límite para su supervivencia como aquellos que padecieron el holocausto nazi en tan primerísima persona, y cómo la calidad de dichos pensamientos y emociones nos protegen de la muerte o nos condenan a ella.




En cierto momento de su libro, Frankl dice que lo importante no es lo que nosotros esperemos de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Que debemos dejar de preguntarnos sobre el sentido de la vida y pensar en nosotros como seres a los que la vida les inquiriera continuamente y tuviéramos la responsabilidad de estar a la altura con nuestros actos. Así que puede que se trate de eso, de dejar de exigir lo que creemos que nos merecemos o que “nos deben” y empezar a pensar en qué podemos aportar nosotros, en qué está en nuestras manos hacer para que el mundo funcione mejor. Para que los demás se sientan mejor. Ya sabéis, personas pequeñas, sitios pequeños, gestos pequeños… Para que cuando llegue la noche nuestras conciencias estén tranquilas y nada ni nadie nos pueda arrebatar el sueño.



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