Y se encontraron con su voz

Hoy os quiero contar algo que me pasó el otro día. Algo que es importante que no dejemos que ocurra más, usando nuestra voz

Emma Stone en una imagen de la película "Criadas y señoras".
Emma Stone en una imagen de la película "Criadas y señoras".
Verónica Díaz
14:46 • 10 jun. 2017

El otro día me sucedió algo que, como persona en general y como mujer en particular, me hizo sentir indignada y empoderada a partes iguales. Os explicó el porqué.




Era la tarde de un viernes y fui a la playa con mi marido y mi hijo, y cuando estábamos llegando al sitio en el que decidimos instalarnos, me llamó la atención un grupito de cuatro chicas de unos quince años aproximadamente que teníamos al lado. Eran jóvenes y preciosas. Estaban en ese momento de la adolescencia en el que sin perder la gran parte de niñas que todavía poseen, sus cuerpos ya tienen mucho de mujer.




Al verlas, curiosamente, pensé para mí “¡Ay Dios mío! ¡Cuántos moscardones se les pegarán en la playa!”. Porque me recordaba con esa edad, con ese cuerpo, con amigas como esas, llamando, sin ser nuestra intención, la atención a los que no se la queríamos llamar. 




Hasta aquí todo normal. Después de un rato, un hombre de unos cuarenta y algo se les acercó y empezó a hablar con ellas. Entonces todas mis alarmas se dispararon, como si estuviera en medio de la jungla y viera un león acercarse a mis cachorros. Decidí acercarme a las chicas, y a dos de ellas les pregunté si estaban bien, y si les estaba molestando aquel hombre. Me dijeron que no pasaba nada, que estaban bien y me dieron las gracias por la preocupación.




Volví a mi sitio, pero me quedé con la antena puesta, pendiente de la conversación y dispuesta a saltar si era necesario, aunque cediéndoles el espacio para que ellas mismas resolvieran la situación como desearan. Pero llegó un momento en el que no pude soportarlo más, y después de escuchar todas las sandeces y las palabras inapropiadas que aquel hombre disfrazaba para hacer implícito lo explícito, decidí ir a confrontarme con él.




Me acerqué y con mucha educación y contundencia le dije que ya estaba bien, que no molestara más a las muchachas y que se fuera de allí. Lo que el hombre contestaba lo voy a omitir, primero para no ridiculizarlo todavía más y segundo porque no merece la pena darle espacio a su discurso, que empezó siendo absurdo, derivó a excusa y terminó en vergüenza.




Él defendía que no las molestaba y yo le dije que sí lo hacía. Que lo sabía, porque yo había tenido esa edad, había sido como ellas y se me habían acercado tipos como él con su misma conversación y sé cuánto molestan. Sé que un hombre de su edad no tiene ningún buen motivo por el que asaltar en la playa a cuatro adolescentes, y que desde luego, ellas no necesitan saber que vive solo, que no tiene pareja, que es heterosexual y que blablablá. Y si no las molestaba a ellas, me molestaba a mí, porque me parecía inapropiada la conversación que estaba teniendo y excesivo el tiempo que estaba pasando con ellas, porque no tenía nada sano que aportar, así que por favor, le exigía que se marchara. 




Si no rebajé mi tono ni mis exigencias era porque lo poco que decían las muchachas y su lenguaje corporal, me hacían ver que estaban de acuerdo conmigo, y que las estaba ayudando a expresar lo que ellas no se atrevían a decir. 


Cuando el hombre por fin se fue, me di la vuelta y me marché de nuevo con mi hijo y mi marido, sin ni siquiera hablar con ellas. Pero al poco se me acercaron y me dieron las gracias. Me dijeron que no le habían dicho nada al hombre porque se sentían intimidadas y les daba miedo la reacción que pudiera tener. Porque sí, un solo hombre adulto es suficiente para intimidar y hacer sentir pequeñas a cuatro chicas jóvenes. Sentí la necesidad de decirles con firmeza y cariño, que las comprendía, que yo había pasado por eso y tampoco había dicho nada, pero que no se pueden permitir que sea así. No deben aceptar que nadie las moleste y les impida alzar su voz. Tienen una voz y una opinión y deben usarla para hacer valer sus derechos. Me preocupé de que entendieran que no podían darle a ningún hombre el poder de intimidarlas jamás y que no volvieran a callarse cuando les ocurra algo así, porque por desgracia, sé que las van a abordar tipos como ese millones de veces más. Y que si alguna vez sienten que ellas solas no pueden, pidan ayuda a quien sea que tengan cerca.


Un rato después nos fuimos de la playa, y mientras estábamos en el paseo marítimo, sacudiéndole a nuestro hijo la arena de los pies, vimos, para nuestra sorpresa, que el hombre se les volvió a acercar. Ellas se dieron cuenta de que yo vigilaba desde mi nueva posición y que tenían mi apoyo en la distancia, y entonces pude verlas, sin ningún atisbo de debilidad o de duda en sus ojos, empoderadas y dueñas de sí mismas, decirle al hombre con sus palabras y sus gestos que no querían que estuviera ahí, que se marchara. Así que no le quedó otro remedio que hacerlo así.  Y yo me sentí orgullosa y feliz, de ver que había ayudado con mi ejemplo y mi iniciativa a otras mujeres a encontrarse con su voz, y mejor aún, a usarla sin ningún miedo. Y ojalá ellas se lo enseñen a sus amigas, a sus primas, a sus madres, a sus hermanas… y así ninguna mujer más se vuelva a sentir muda cuando lo que desea es gritar.


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