Los 171 escalones de la calle más empinada de Almería

Se eleva desde la Huerta de la Salud hasta la cima de las cuevas de las Palomas

La calle es una gran pendiente que culmina arriba con unas vistas extraordinarias.
La calle es una gran pendiente que culmina arriba con unas vistas extraordinarias. La Voz
Eduardo de Vicente
20:14 • 02 mar. 2024

Los niños suben los escalones sin despeinarse. Suben, entre juegos, correteando, saltando, con la cartera a la espalda después del colegio. Aquella cuesta que va desde las inmediaciones de la Huerta de la Salud hasta la cima del cerro de Las Palomas es una calle fantasma, de las que surgieron en el corazón de la Chanca cuando tiraron una parte del cerro primitivo, echaron abajo las cuevas y levantaron una urbanización con viviendas sociales para las familias del barrio. Es la calle más empinada de Almería, con sus 171 escalones repartidos en cuatro tramos, cada uno con un pequeño descansillo para que se note menos la subida. Si uno busca algún rótulo en aquella manzana de cuestas tiene la batalla perdida. Las calles carecen de nombre oficial aunque el cartero sabe donde empiezan las cuevas de Callejón y quienes son los vecinos que habitan el paraje de Gordote, pequeños arrabales que forman parte de todo aquel universo.



Cuando se va ascendiendo la cuesta, escalón a escalón, uno va teniendo la sensación de que la ciudad convencional ha quedado lejos, como si además de pisar un barrio distinto se hubiera cambiado de época. El tiempo corre a otro ritmo cuando los ruidos se amortiguan en la eternidad del cerro, cuando las prisas de las calles del centro se adormecen entre las voces de los chiquillos que como cabras montesas trotan por aquellas laderas donde el sol castiga sin reservas y el viento llega libre, cargado de mar. 






La calle de los 171 escalones nace en los terrenos que en otro tiempo formaban parte de la Huerta de la Salud, uno de los escenarios fundamentales del barrio desde que en 1943 el ayuntamiento aprobara la construcción de medio centenar de pilas para levantar un lavadero moderno. Aquél rincón se convirtió en un lugar de referencia donde iban las mujeres a lavar la ropa, a contarse sus historias y a limpiar sus cuerpos y enjuagar sus almas. La Huerta de la Salud fue un manantial de vida para toda aquella gente humilde que no tenía más agua que el que iba a recoger en cántaros en los caños públicos. 



Las mujeres bajaban de las cuevas más remotas y de las casas del Reducto y la Hoya con su cargamento de ropa y de niños en los brazos. Cuando llegaban a la puerta tenían que pasar  los trapos por una báscula  y según el peso así pagaban. Atravesar el portón de entrada, subir por las escaleras que daban acceso a la habitación del pozo y entrar en la cuesta de los lavaderos, era como penetrar en otro mundo, dejar atrás sus territorios diarios de tierra seca, de polvo y piedras y disfrutar de un pequeño paraíso donde reinaba el agua y la vegetación. La ropa recién lavada la tendían en las rocas del cerro para que el sol las fuera secando lentamente, tiempo que ellas aprovechaban para asearse y darles un repaso a los niños, de tal modo que cuando al terminar la jornada salían del lavadero parecían personas distintas del brillo que llevaban en el cuerpo. Salían de allí con el alma recién estrenada porque además de la suciedad, muchas se quitaban también el hambre con los higos, las almendras y los chumbos del lugar. 



Hoy de la Huerta de la Salud solo queda la casa principal, el solar y un letrero que le da nombre a la calle. Subiendo la cuesta que llega hasta la calle Valdivia, empieza la fatídica calle de los 171 escalones que llegan hasta el lugar conocido como el Jardín del Rana, un oasis en medio de las piedras que un vecino del barrio, Rafael Rodríguez Requena, se inventó hace cuarenta años para aislarse del mundo.





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