Flores a una tumba vacía

Mi abuela jamás le guardó rencor a ninguno

Mis bisabuelos Miguel Romero Cotta y Ana Padilla Positgo.
Mis bisabuelos Miguel Romero Cotta y Ana Padilla Positgo. La Voz
María Ángeles Camacho
19:55 • 17 feb. 2024

“Otra historia más de la Guerra Civil”. ¡Ay! Ya, ya lo sé. Sé que es lo que pensarán algunos, otras, pocos… pero, y ¿por qué no? Hay historias de esos capítulos tan duros y que vivió nuestro país llenas de amor puro, de resiliencia, de una fuerza psicólogica brutal y de un espíritu luchador tremendo. Ejemplarizantes, diría yo. Pueden ser relatos crudos, desgarradores, pero cargados de tanto sentimiento que nos permiten mirar la vida de otra manera. ¿Se imaginan comprar flores año tras año a finales de octubre para colocarlas en una tumba el día 1 de noviembre, día de Todos los Santos, pero sabiendo que en esa tumba no está su madre?



“Coge las rodillas y el ‘Mistol’ que nos vamos al cementerio”. Esta frase nos ha tocado escucharla siempre, bien a las nietas o nietos, bien a sus hijas, a su hijo, a su nuera, yernos… en esos momentos previos en los que el cementerio del pueblo se preparaba para cumplir con la tradición: poner flores a los difuntos. Mientras su salud se lo permitió, Ana Romero Padilla, la mujer más noble y buena que jamás he conocido, mi abuela, no faltó jamás a esta cita. Claveles rojos y blancos, que le encantaban, su pequeña jardinera bien preparada y sus jarrones bien “fregaos” no faltaron nunca. ¡Ni su ímpetu para limpiar! Ella dejaba flores a su madre, pero, a día de hoy, nadie sabe dónde está su madre. En esa tumba no estaba. Quizá Ana Padilla Postigo, mi bisabuela, esté abrazando a sus 4 hijos por ahí arriba, si eso existe, y esté dando besos a aquellos niños que le arrancaron de sus brazos en 1941.



Viajamos a Pizarra, Málaga, y nos vamos a esos años convulsos de la posguerra, marcados por injusticias, represiones y por el hambre, pero de la que duele, de la que te lleva a secar el pellejo de los higos para tener más opciones que llevarte a la boca. Época donde se soplaba el pelo y saltaban los piojos, años en los que el día que comías huevo tu madre te manchaba la camiseta para que la vecina viera que hoy habías comido de lujo o te hacías el café de cebada. No para todo el mundo fue así. Eso es cierto. Pero la penuria estaba más presente que la abundancia. Me costó entender por qué mi abuela, si te descuidabas en una boda o celebración similar, tenía obsesión con llevarse los bollitos de pan que sobraban. Le digo ahora que comemos pan negro de centeno o parecido y ya os digo que no le haría gracia alguna.



Os cuento. Miguel Romero Cotta enviuda con dos hijos, Antonio y Miguel. La soledad, el trabajo tan duro que desempeñaba en el campo, porque era campesino, dos hijos que necesitaban la figura de una madre y la joven que limpiaba en el cortijo donde vivía allanaron el camino para que el amor fuese apareciendo y Miguel Romero comenzara una nueva vida. “El hombre no podía estar solo con sus dos hijos y tuvo la suerte de conocer a tu bisabuela”, me cuentan. Sí. Ahora nos puede chirriar comentarios así, pero pongamos todo en su contexto, sitúemos esto en esos años donde el feminismo prácticamente ni existía en nuestro país, por muchas valientes que hubiera. Que las circunstancias favorecieran esa unión no quiere decir que no hubiese amor. Miguel Romero y Ana Padilla se quisieron muchísimo. Juntos tuvieron cuatro hijos, Pepe, Paco, Juan y Ana. Pero el trabajo tan esclavo que desempeñaba, alguna que otra paliza innecesaria por estar “en el otro lado” y, sobre todo, la tuberculosis, tan virulenta en esos años, se cebaron con Miguel, dejando a mi bisabuela con todos los niños a su cargo.



Y mientras la mujer digería tanto dolor y buscaba la manera de salir adelante, los hijos que mi bisabuelo tuvo anteriormente, Antonio y Miguel, jóvenes e inconscientes del daño que podían causar, llevaron a cabo, supuestamente, varios hurtos en diversos cortijos del municipio. ¿A quién culparon? A ella. A mi bisabuela. Según consta en la declaración que ella hizo en el juicio del 8 de agosto de 1941, en uno de esos pleitos con decenas de acusados, cómo iba a delatar a los hijos de su marido, hermanos de sus hijos. La sentencia: encubridora del robo de “enseres”, pero ni se especifica el qué ni a qué ascendía aquello.



Gritos en la noche



Tenía que ingresar en la prisión de mujeres de Málaga, pero, claro, ya que el juicio fue de aquella manera tuvieron que rematar su faena. De noche, con los niños acostados, cuatro hombres, según recordaba mi abuela, entraron a gritos y porrazos y cogieron a su madre. Los gritos de esos niños ahí se quedaron, porque ante esa situación el miedo superaba cualquier arrebato que se pudiera tener. Ana Padilla fue arrancada de sus hijos y sus hijos jamás supieron de ella. En cuanto a sus otros ‘hijos’, Antonio murió en la cárcel y Miguel logró hacer su vida en Gerona. Mi abuela jamás le guardó rencor a ninguno. Ella, que sólo tenía 9 años, pasó a vivir con su tía Ana, hermana de su padre. Clave en su crianza y a la que quiso mucho y siempre sintió que debía estarle agradecida de por vida.



Precisamente, y puesto que aquellas malas lenguas del pueblo siempre iban a recordarle que su madre fue condenada, su tía procuró que su sobrina fuera una niña decente, ya saben, educada, religiosa y buena para las labores del hogar. Sobre el paradero de mi bisabuela, gracias a la ayuda encombiable de Antonio Bootello, guardia civil ya retirado, excelente persona, quien también adoraba a mi abuela (su madre y mi abuela eran primas), hemos podido saber que de la prisión de mujeres pidieron sacarla para operarla en el Hospital Civil de Málaga (1942) por una úlcera grave, pero de esa operación no tenemos registro alguno. Contamos con un documento donde ella aparece en el Manicomio de Málaga (en un período de supuestos experimentos) y otro donde se certifica su muerte por una septicemia (también en 1942) y se especifica, atención, que la mujer no deja hijos. ¿No? La separaron de cuatro hijos. A partir de ahí, ya no sabemos dónde la depositaron, soltaron, tiraron o abandonaron.


Mi abuela jamás nos habló de fachas, falangistas o términos similares. Creo que el miedo a cualquier represalia le persiguió siempre. Ese dolor supo convertirlo en amor para sus hijos y nietos y buscó la manera de honrar a su madre, aunque fuese de la forma más humilde que tenía: dejar flores cada año, cada final de octubre, cada 1 de noviembre, a su madre en esa tumba donde no estaba su madre.


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