Los Nobel que conocieron Almería

Fueron cuatro celebridades las que visitaron la tierra de la luz cegadora y los barcos veleros

Marie Curie, José Echegaray, Camilo José Cela y y Santiago Ramón y Cajal.
Marie Curie, José Echegaray, Camilo José Cela y y Santiago Ramón y Cajal.
Manuel León
19:38 • 09 dic. 2023

Han sido cuatro -por ahora- los Nobel que han pisado alguna vez las calles de Almería; los que han avistado su bahía desde alguna ventana de hotel, los que han sufrido su luz cegadora y su aridez cansina; a los que les han susurrado el acento cantarín sus nativos, los que han observado la gracia infinita de sus vendedores callejeros; han sido cuatro eminencias del pasado siglo cambalache, laureadas  en Estocolmo, las que se han asomado alguna vez a esta tierra lejana, irritada con los caminos, peleada con las traviesas y el adoquín, la que solo encontraba salidas a través del mar latino. 



El primero fue José Echegaray, antes de que soñara aún con el galardón sueco. Cuando este ingeniero llegó a Almería aún era un poblachón amurallado, aderezado de baluartes, atarazanas y puertas medievales,  habitado por no más de 17.000 almas que cuando llegaba la noche reflejaban caras fantasmagóricas alumbradas por el acetileno. Era febrero de 1854 y el ingeniero madrileño, soltero y con 22 abriles, había sido destino a Almería como delegado de Obras Públicas. Atrás quedaba la despedida con lágrimas de sus padres a pie  de diligencia, su llegada a Granada y de allí a Almería a lomos de caballería, por quebrados y ramblas, con la sola compaña de un peón caminero, durante tres días y tres noches. Comió, el que después fue brillante dramaturgo, queso de pastores por todo alimento en esas jornadas y quedó cegado por esa luz invernal que reverberaba en la Sierra de Gádor.



Lloró de tristeza Echegaray al  llegar a la aburrida y solitaria Almería, echando de menos los cafés madrileños, el bullicio de la villa y corte. Su único cometido profesional,  al llegar a esa tierra de los tempranos, era la conservación de la única carretera de la provincia, que apenas alcanzaba una legua en dirección a Gádor: escaso desafío para un recién titulado como número uno de su promoción, con un sueldo ajustado de 9.000 reales. Echegaray se alojaba en la Pensión de los Vapores, en la calle Emir (hoy Braulio Moreno). Allí almorzaba sin apetito y después visitaba a  Manuel Caravantes, el otro ingeniero, y se daba una vuelta por el puerto y por la carreterita de marras.



A la caída de la tarde paseaba el joven por la alameda solitaria y leía después a Balzac en el Liceo o las noticias atrasadas de la Guerra de Crimea o de los preparativos de la sublevación de O’Donnell en los periódicos que  llegaban de Madrid en el correo de postas. Solo permaneció cinco meses en la ciudad del sol, pero se fue con un recuerdo entrañable y cuando llegó la ocasión, en años posteriores, hizo favores a esta provincia cenicienta, sin  linaje que le atara, sin haber sido diputado de distrito, sin ninguna obligación de hacerlo, más allá de la simpática evocación. 



El segundo Nobel en aparecer por Almería fue Ramón y Cajal. Nadie fue a recibirlo con un coche de caballos a la estación luminosa y aún flamante de Laurent Farge; nadie, en ese poblachón meridional, se enteró de que llegaba a Almería uno de los hombres más sabios de mundo. Era un miércoles 22 de abril de 1908 y Santiago Ramón y Cajal acababa de saltar del vagón del brazo de su mujer Silveria mirando de frente el horizonte de los Jardines de Medina  y a su espalda la bahía con la draga del ingeniero Cervantes anclada junto a la orilla; venía la eminencia a Almería procedente de Alicante, haciendo una especie de tour turístico -quizá por algún interés más que nunca fue desvelado- con sus 56 años, con sus lentes circulares, con su barba moteada, con su mirada afilada, con un neceser en la mano.



Y qué venía a buscar el mayor talento científico de España en Almería, en aquella primavera tan lejana. Nunca se supo exactamente, más allá de que viniera por el hecho sencillo de ir conociendo lugares. Una vez llegó con su esposa al centro de la ciudad, alquiló una habitación en el Hotel París, que estaba en el Paseo del Príncipe, donde estuvo Marín Rosa, junto al Mercado Central. Dejó Santiago descansando a su señora y se acercó al Hospital Provincial donde conoció al alcalde y médico en aquella institución, Eduardo Pérez Ibáñez, con quien recorrió las estancias médicas las distintas salas de especialidades,  junto a los facultativos Rafael Díez y Alberto Berdejo, quienes quedaron sorprendidos de la inesperada presencia del científico. Al día siguiente, tras desayunar en la habitación y recorrer el Mercado de Abastos, partió de forma modesta y humilde, como llegó.



Otra de la glorias españolas de la literatura con pedigrí ‘nobelesco’ que vivió en Almería fue Camilo José Cela. Aquí residió durante sus dos primeros años de vida en 1916 y 1917, puesto que su padre había sido destinado a esta rada como inspector de aduanas procedente de sus tierras gallegas. Cela refirió en alguno de sus escritos que “si me descuido nazco en Almería y sería hoy un pintor indaliano” y que fue amamantado por la gitana Carmen y que conservaba recuerdos remotos, no visuales, sino auditivos y olfativos de aquella tierra lejana.



Y por Almería pasó de forma efímera la polaca Marie Curie, la doble premio nobel en Física y Química. Fue invitada por el Gobierno de la República y visitó distintas provincias andaluzas, entre ellas Almería donde llegó un día de mayo de 1931 acompañada de su hija. 


Recorrió las calles, visitó la Alcazaba y penetró saliéndose del protocolo en el Mercado Central donde le regalaron flores. Prometió regresar alguna vez la célebre Madame Curie a esta tierra, aunque no fue posible: falleció tres años después de ese viaje al sur español, donde se escapó de la comitiva para comprar unas rosas del mercado, ella, una mujer que nunca se salía del guion establecido, de la pura ciencia, tuvo un impulso en una tierra más de intuición que de razón. 



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