Aquel obispo de los años de Jarcha

Don Manuel Casares tuvo que afrontar uno de los periodos más críticos de la Iglesia de Almería

El obispo don Manuel Casares, en la Plaza de la Catedral, junto a otras autoridades, durante los funerales por las víctimas del edificio Azorín.
El obispo don Manuel Casares, en la Plaza de la Catedral, junto a otras autoridades, durante los funerales por las víctimas del edificio Azorín.
Manuel León
19:53 • 14 oct. 2023

En el transcurso de las homilías almerienses de los años 70 siempre llegaba el momento de aquella letanía: “por el papa Pablo, por nuestro obispo Manuel...” Los monaguillos, siempre al costado del sacerdote, se preguntaban cada domingo quién sería ese Manuel obispo omnipresente que era nombrado repetitivamente en todas las misas de nuestra niñez. Eran tiempos de cambios en la sociedad almeriense y española, cuando apareció ese nuevo pastor en la ciudad. Era un hombre menudo, de origen rural, que venía desde la vega de Granada a la patria de los tempranos a sustituir al estimado Angel Suquía un obispo espigado, del norte, que había sentado cátedra en la  tierra de San Indalecio por su energía y su talante reivindicativo. Llegó, por tanto, este don Manuel, apocado, sin muchos fuegos de artificio, siendo consagrado obispo una tarde de mayo de 1970 en la plaza catedralicia de manos del nuncio Luigi Dadaglio ante un escaso número de feligreses.



El nuevo prelado de Almería, Manuel Casares Hervás, de 53 años, que tanto cambios tendría que afrontar en los años venideros, había nacido en el pueblo de Láchar, tras haber cursados estudios en el Seminario de San Cecilio, interrumpidos por la Guerra, y en la Facultad Teológica de Cartuja, en Granada, donde alcanzó el grado de doctor. A los 23 años se había ordenado sacerdote y ganó unas oposiciones  como canónigo archivero diocesano en Catedral de Granada.  Venía por tanto, en esos tiempo postconciliares, con la aureola de un  intelectual, aunque pronto demostró que no iban por ahí sus afanes en una época en la que lo social empapaba la nueva liturgia de la Iglesia, en unos días en los que las calles iban a ser un hervidero de reivindicaciones colectivas, con el dictador dando sus últimos vahídos. Don Manuel quiso estar a la altura en esa nueva Almería cada vez más laica, que empezaba a alejarse del  yugo y de la fechas y también del crucifijo; tiempos seculares en los que disminuían las vocaciones, la Semana Santa languidecía y la Iglesia empezaba a dejar de ser el poder fáctico que fue durante la larga Postguerra desde los años 40; tiempos de pretransición en los que inició aquellos  populares cursillos de cristiandad y potenció las catequesis y las misiones, poniendo en marcha el Instituto de Cultura Religiosa San Indalecio, en los que fomentó los teleclubs en las parroquias, el cine forum, en los que trató de atraer a esos nuevos jóvenes de patillas, de trencas, que cogían la guitarra y cantaban canciones de Jarcha; tiempos en los que las madres de Pescadería salían a cortar la carretera de Málaga por sus hombres pescadores; tiempos de aquellos curas obreros que se encerraban con los trabajadores en huelga en las iglesias para pedir mejoras de salario a los patronos; tiempos de la teología de la liberación en los que no tuvo complejos para nombrar al sacerdote Antonio Flores, uno de sus adoctrinadores en Almería, consiliario diocesano.



Durante su prelado, el obispo Manuel se tuvo que enfrentar a una serie de calamidades que asolaron una provincia aún pobre y desvalida. Fue el caso, recién llegado, del derrumbe del edificio Azorín, donde perdieron la vida 15 albañiles. Él presidió unos funerales solemnes en el santuario de la Virgen del Mar con más de 15.000 personas que abarrotaron el templo y todas las calles aledañas, en una de las mayores manifestaciones explícitas de dolor que vivió la ciudad a lo largo del siglo XX.



Otros sucesos luctuosos que marcaron el mandato del pastor granadino fueron el naufragio del pesquero Bárbara y Jaime, en 1971, el terremoto de Partaloa, en 1972, y las inundaciones en el Almanzora en 1973, que también se llevaron por delante varias vidas.



Una de las obsesiones de este obispo con pinta de curilla de pueblo, con sus lentes de notario, con su cruz en el pecho, fue la de acercarse a los jóvenes, la de atraer su mirada a la Iglesia,  desde los tiempos en que participaba con los universitarios en Acción Católica. Fue, así mismo, el obispo que bendijo derramando agua bendita con el hisopo, el entonces Colegio Universitario de Almería en 1972, en las antiguas caballerizas del Cortijo del Gobernador.



En la memoria queda también -a pesar de haber sido considerado por parte de la curia como un mitrado distante- su labor con los más desfavorecidos en el entorno de La Chanca. Allí, don Manuel, cedió un solar propiedad del obispado situado junto a la Rambla Maromeros, en una zona conocida como La Calamina, para construir el Colegio Virgen de la Chanca, que supuso un gran salto local en el barrio, donde los jóvenes podían hacer cursos de fontanero, soldador o de cualquier otro oficio. Tuvo que adaptarse a un nueva realidad social que traía consigo la Transición, en unos años en los que las iglesias se vaciaban de feligreses y en la que don Manuel supo que era el momento en el que el pastor tenía que salir a buscar ovejas.



El obispo Casares tuvo, sin embargo, que afrontar desde el comienzo de su apostolado en la cátedra de San Indalecio, un tremendo lastre, una cruel carga vital en forma de enfermedad de Parkinson que se fue agravando paulatinamente a medida que pasaban los años. Tanto que fue ingresado en varias ocasiones en Torrecárdenas aquejado de trombos, periodos de convalecencia obligada en los que era visitado por su médico de cabecera, Francisco Ortega Viñolo, y por periodistas como Abelardo Alzueta, a los que decía “Estoy muy sano, sanísimo, pronto estaré de vuelta en el Obispado”. Pero don Manuel no volvió ya nunca se recuperó, y en 1988 fue apartado de su labor, tras haber creado 73 nuevas parroquias, siendo sustituido por el Padre Méndez como administrador apostólico, hasta que Rosendo Alvarez Gastón tomó posesión como nuevo obispo de Almería en 1989. A los pocos meses falleció de una embolia, asistido entre las monjitas de la residencia de santa Teresa Joarnet, el obispo Manuel, a los 72 años,  cubriendo, a su manera, una de las etapas más críticas de la Iglesia en Almería. Fue inhumado en la  capilla de San Indalecio de la Catedral ante el nuncio Tagliaferri, tras donar su mitra  y su báculo al Santuario del Saliente de Albox. Diez sacerdotes almerienses portaron a hombres el féretro de ese hombre sencillo, de ese clérigo malogrado por la enfermedad al que miles de fieles acudieron a despedirlo, muchos más de los que lo recibieron 20 años antes.




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