¿Por qué solo nos pegaban a los niños?

Las niñas no alborotaban la clase ni disfrutaban armando follón como los niños

Don Simón fue uno de los maestros más célebres en la Almería de los años cincuenta y sesenta. Era un experto a la hora de mantener la disciplin
Don Simón fue uno de los maestros más célebres en la Almería de los años cincuenta y sesenta. Era un experto a la hora de mantener la disciplin
Eduardo de Vicente
20:29 • 17 sept. 2023

Hablo de las niñas de mi clase, de las que solo nos separaba un pasillo dentro del aula. Compartíamos los sueños infantiles, la esperanza de que se fuera la luz una tarde y no hubiera colegio, las canciones del verano, el patio del recreo, la ilusión que nos traía el hombre del álbum de las estampas, el pánico a las vacunas obligatorias, las canciones a la  Virgen María cada mes de mayo, el crucifijo que nos vigilaba desde la pared principal, aquellos besos inocentes en forma de corazón que pintábamos en las libretas con dos iniciales y el miedo a que un día el maestro nos dejara arrestados a la hora de regresar a nuestras casas. 



Lo compartíamos todo menos los castigos. Una de las primeras preguntas que me hice en los primeros años de colegio fue por qué solo nos pegaban a los niños. En los castigos no había paridad alguna: si yo me equivocaba recitando las cordilleras me daban un palmetazo para refrescarme la memoria, pero si era una compañera la que fallaba el maestro se llenaba de comprensión y le sugería que tenía que estar atenta y estudiar más.



La razón por la que los condenados siempre éramos los mismos tenía una explicación que no admitía demasiadas dudas. Los niños, al menos los de mi clase, vivíamos en pie de guerra, siempre al filo de la navaja, tratando de burlar la autoridad del maestro, que en aquel tiempo era irrefutable. Había una rebeldía a flor de piel que sin embargo no se notaba en las niñas, que casi nunca alborotaban ni rompían la armonía ni el silencio de la clase. Cuando el maestro tenía que ausentarse del aula unos minutos y le encargaba al enchufado de turno que vigilara  y apuntara a todo el que se moviera, en esa lista negra que se iba formando durante la ausencia del profesor jamás aparecía el nombre de una niña.



Los niños teníamos un gen que nos impulsaba a armar follón. Bastaba que el maestro saliera un minuto al pasillo para que empezaran a volar las bolas de papel por encima de las cabezas, sabiendo que nos estábamos jugando un castigo. La indisciplina te daba prestigio y afrontar con decisión el momento de los palmetazos te elevaba a la categoría de pequeño héroe de pupitre y cartera, siempre que no ensuciaras tu hoja de servicios derramando unas lágrimas traicioneras. Poner la mano con descaro, mirando al frente y encajar los golpes como si no existieran, te entronizaba en el reino de los valientes y entonces teníamos la impresión, quizá errónea, de la que las niñas nos miraban con ojos de admiración.



Recuerdo que las niñas de mi clase nos gustaban un rato, al principio del curso, pero que después por aquello de la cotidianidad, que todo lo desgasta, nos iban dejando de gustar y las mirábamos con otros ojos, con un deseo diferente al que sentíamos cuando nos cruzábamos con las niñas de la clase de al lado. 



Los niños éramos la revolución permanente, mientras que las niñas eran el orden y la paz. A veces sentía envidia de ellas porque siempre llevaban las libretas perfectas, con letra artística y sin tachones. Las niñas nunca dejaban su cartera en cualquier sitio, mientras que los niños la tirábamos en cualquier parte e incluso las utilizábamos para hacer las porterías. En los recreos, el lado de los niños era un alboroto absoluto donde casi nunca faltaba un conato de pelea, mientras que ellas se organizaban sin sobresaltos y solo levantaban la voz para cantar alguna de aquellas canciones que utilizaban en los juegos.



Las niñas siempre llevaban paraguas cuando caían cuatro gotas, mientras que los niños nos hacíamos los chulillos empapándonos bajo la lluvia. Ellas nunca se peleaban a cates, mientras que nosotros cuando no había motivos para la contienda los buscábamos y acabábamos organizando combates de boxeo. Las niñas no gastaban bromas de mal gusto, mientras que los niños estábamos deseando de que llegara el día de los Inocentes para tirarle petardos a todo bicho viviente y para colocarle el muñeco de papel al compañero.



Las niñas mostraban más sus sentimientos que nosotros. Tenían gestos cariñosos entre ellas con absoluta naturalidad, se repartían los besos, caminaban por la calle cogidas del brazo, mientras que los niños difícilmente derrochábamos un gramo de ternura los unos con los otros. Estábamos marcados por el hierro de la competitividad y vivíamos instalados en un pulso permanente, como queriendo encontrar nuestro sitio dentro del grupo. 


Las niñas lloraban si sentían la necesidad de hacerlo, mientras que nosotros no podíamos permitirnos el lujo de soltar una lágrima porque nos arriesgábamos a que nos acusaran de blandengues. Llorar en público te desacreditaba delante de los otros compañeros, por muy fuertes que fueran los palmetazos del profesor. Nos habían dicho que llorar era de niñas y nosotros, que nos pasábamos las horas tratando de demostrar nuestra heroicidad, no podíamos permitirnos esa licencia, por lo que aprendíamos a tragarnos las lágrimas.


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