Los vecinos de la calle de la Judía

En los años de la posguerra la céntrica calle llegó a tener más de un centenar de vecinos

Los Salazar, los Oyonarte, los Roque, formaban parte de la vida de la calle en aquellos años de suelo de tierra y de bicicletas.
Los Salazar, los Oyonarte, los Roque, formaban parte de la vida de la calle en aquellos años de suelo de tierra y de bicicletas.
Eduardo de Vicente
20:00 • 16 abr. 2023

La calle Judía comparte protagonismo con la calle Marcos; ambas se juntan para formar una estrecha avenida que corre paralela por encima de la calle de Granada, salpicada de callejuelas que bajan desde la Rambla de Alfareros. 






El lugar, hoy desgastado por el tiempo, vivió sus días de mayor apogeo en los años posteriores a la Guerra Civil, cuando en la calle Judía no había una sola habitación deshabitada y en cada casa palpitaba la vida desbocada de las familias numerosas y de los cuantiosos realquilados, que por un precio módico tenían derecho a un dormitorio y a compartir la cocina, el retrete y la humedad de la casa.



En 1945, llegó a tener 131 vecinos, población suficiente para que esta humilde calle tuviera, por sí sola, la fuerza de un barrio, con sus pequeños negocios familiares, y sus niños, que eran la banda sonora del lugar desde que amanecía hasta que se hacía de noche. En aquellos tiempos, en  los que escaseaba el dinero y la comida, sobraba la juventud y las ganas de salir adelante.



En el número 35 de la calle Judía vivía José Salazar Vílchez, uno de esos personajes imprescindibles al que todo el mundo conocía por su bondad y por ser la voz más autorizada del barrio en cuestiones deportivas. No había nadie mejor informado que él. Se enteraba de los acontecimientos antes que cualquiera y si alguien quería saber los resultados de los partidos de fútbol nada más terminar la jornada, sólo tenía que tocar a su puerta y preguntarle. Salazar fue uno de los primeros de su calle que tuvieron transistor propio, un pequeño aparato de radio que le trajeron de Melilla, del que nunca se separaba. 



Su casa era una de las pocas que tenían dos plantas. En la habitación de arriba dormían sus dos hijos y estaba el terrao donde ponían a secar los pimientos y donde, una vez al año, criaban un cerdo para matarlo en vísperas de Navidad. 



Enfrente,  vivía la familia de Adela Oyonarte, una de esas madres infatigables que sacaron a los suyos adelante a base de sacrificio y fe. El patio de los Oyonarte era un centro de reunión de los jóvenes del barrio. Allí se juntaban los muchachos para hablar de fútbol y allí, alrededor de aquellas tertulias apasionadas, nació el modesto equipo del Baleares, que tantos entusiasmos unió entre los adolescentes de la manzana de la calle Granada.



Los Oyonarte tenían también, en la calle Judía, un almacén con aspiración de cochera donde los domingos por la tarde se organizaban inocentes sesiones de baile casero. Salazar era de los que frecuentaban a los Oyonarte para hablar de fútbol y los domingos se convertía en el más incondicional hincha del Baleares. Su relación con el fútbol era una pasión desenfrenada. Se pasó la adolescencia rompiendo alpargatas pateando balones y en los años de madurez no se perdió un solo partido de los que se jugaban en Almería.


Cuando llovía, la calle se convertía en un riachuelo. El agua corría por los surcos de la tierra y los niños salían a las puertas para hacerse barcos con papel de periódico y echarlos a navegar por la corriente. Cuando llovía, la calle Judía y sus alrededores se inundaban de agua, pero también del olor a las migas recién hechas que salía de los patios de las casas.


La calle Judía desembocaba en la calle Méndez y allí, tras un viejo portalón de madera, tenía su negocio ‘el aceitunero’. Era una de esas pequeñas tiendas de barrio que las familias abrían en la entrada de la propia vivienda. La puso Antonio Roque Lloren en 1926 y servía de complemento al puesto que tenían en la Plaza del Mercado. La tienda permaneció abierta durante medio siglo porque uno de sus hijos, Antonio Roque Gómez, mantuvo la tradición trabajando mano a mano con Encarnación Martínez, su mujer. Cuando llovía, ‘el aceitunero’ sacaba al tranco  aquellas cajas redondas de madera donde los manojos de arenques se amontonaban formando un espléndido tesoro. A la caída de la tarde, la tienda se llenaba de mujeres en unos tiempos en los que la compra se hacía sin previsión de futuro: por la mañana se compraba para el almuerzo y por la noche la gente volvía para la cena. Lo que más se vendía era atún suelto, que se despachaba en los platos que cada cliente llevaba de su casa.


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