La Almería de los salvoconductos

Hubo un tiempo en Almería en el que se sufrió una pena tan grande como la falta de alimentos

Salvoconducto expedido a nombre de Irene Brodin Codoní, vecina de Vera, para trasladarse a Alicante .
Salvoconducto expedido a nombre de Irene Brodin Codoní, vecina de Vera, para trasladarse a Alicante .
Manuel León
21:00 • 17 dic. 2022

Irene Brodin Codoní, una viuda de Vera, fue la mañana del 24 de mayo de 1939 al Gobierno Civil de Almería a que le expidieran un salvoconducto para viajar a Alicante. Quería vender una casa familiar y asegurarse un dinero que, en ese tiempo con la metralla de la Guerra Civil aún humeante, le era imprescindible para poder vivir. Iba acompañada de su hijo Felipe Ramallo Brodin, abogado que después fue juez municipal en Vera. Irene era una señora madura, vestida enteramente de negro por su marido, el registrador de la propiedad  veratense Francisco Ramallo Gallardo que había fallecido en 1933. Irene portaba unas lentes y con mirada inquisitoria le dijo esa mañana al funcionario de la Comisaría de Investigación y Vigilancia sita en el Paseo de Almería, muy cerca de la Casa de la Peña, que o le diligenciaba el salvoconducto de inmediato o “movería hilos”. Llevaba la garantía firmada del Jefe Local de Falange de Vera como “persona de buena conducta y adicta al glorioso Movimiento Nacional” y al día siguiente ya estaban subidos, ella y su hijo, en el tren de Zurgena rumbo a su destino. Doña Irene llevaba la cuartilla del salvoconducto con el sello estampado y su fotografía metida en el sostén. El miedo a perderlo y someterse a un esclarecimiento era atroz en esos  días recién acaba la Guerra en el que las detenciones y las ejecuciones eran el pan de cada día.



Los mismos trámites tuvieron que realizar Ana Josefa Gallardo García de El Taberno para poder viajar a Fuensanta, en Murcia, para tomar los baños, con el aval del alcalde del pueblo;  Dolores Tena Pérez de Cuevas del Almanzora, con garantía de Ginés Márquez Soler, delegado de información, para poder marchar a Getafe y fijar residencia allí; Angel Antón Aguilar, estudiante de Almería, para trasladarse a Granada a realizar los exámenes y se lo autorizaba el comandante de puesto de la Guardia Civil; Antonio Juárez García, vecino de Almería de la calle Conde Villamonte, solicitaba permiso para ir a Cabra del Santo Cristo para resolver asuntos familiares, con el aval del falangista José Asenci; Francisco Nararro Gea, de Vélez Rubio, obtuvo salvoconducto para viajar a Alicante con la firma del jefe local de Falange, Antonio Miras Miras.



Así hasta cientos y cientos de autorizaciones se acumulaban en los archivos del Gobierno Civil de aquella época en la que en España todo el mundo tenía miedo. Había un miedo atroz a no poder comer, a no tener jabón para lavarse, a ser depurado  por el nuevo Estado victorioso, a ser detenido y ejecutado de un tiro en la tapia del cementerio. Pero había otro miedo distinto, pero no menos espantoso, a  ser sorprendido viajando sin salvoconducto. Nadie pudo moverse en Almería -y en el resto de España- sin un papel con el tampón del Gobierno Civil. Los que hemos crecido en libertad, hemos oído a nuestros abuelos hablar de las penurias de la postguerra, de la carestía de pan y aceite, de las cartillas de racionamiento, del estraperlo, de la falta de medicinas. Pero había otra pena vicaria: la de estar privados de movimiento, la de estarse quietos a la fuerza, la pena de estar preso en un pueblo o en una ciudad sin poder cambiar de paisaje, si no lo autorizaba 'una persona de orden'un jefe de Falange, un alcalde, un Guardia Civil o un sacerdote.



Descubrimos algo de eso hace dos años, pero salvando mucho las distancias, cuando estuvimos confinados por la pandemia, cuando volvieron de nuevo esa especie de salvoconductos del siglo XXI firmados por un responsable de la empresa o por una autoridad civil o militar para poder movernos incluso por la calle. En la provincia de Almería los tránsitos al finalizar la Guerra se controlaban a través del Gobierno Civil para que las gentes que iban en carros o en mulas por los caminos o en aquellos trenes de asientos de madera estuviesen identificados, para que nadie, con delitos de sangre se decía, pudiera fugarse a Francia o a Orán.



El salvoconducto para todo el que se moviera entre provincias debía ser mostrado de inmediato a los agentes de la autoridad que rastreaban los caminos y los transportes colectivos buscando “enemigos de la patria”.



La Delegación de Orden Público en Almería estableció multas y sanciones por viajar sin salvoconducto por valor de hasta 50 pesetas. Pero la organización de todo ese aparato de control ciudadano que duró hasta 1949, no fue fácil: era obligatoria una fotografía pegada en la cartulina del salvoconducto, algo muy dificultoso de conseguir a veces en una España salida de una Guerra  en la que si no había harina cómo iba a haber papel fotográfico, sobre todo en los pueblos. Se hizo, por eso, la vista gorda y se facilitaron esos pasaportes sin que tuvieran imagen del portador. Tampoco se cumplió la obligatoriedad de incluir certificado médico de que el viajero había sido vacunado contra el tifus y la viruela, ni el certificado de depuración  de la Auditoría de Guerra. Todo eso hubiera hecho imposible el  movimiento y hubiera bloqueado la economía local. A partir de 1941 se fueron relajando los controles de salvoconductos que se expedían por periodos de tres y seis meses. Los dos primeros años -39 y 40- las comisarías de la provincia se vieron desbordadas y se creó un servicio especial de Investigación y Vigilancia para aligerar la tramitación de expedientes. Quienes no necesitaron salvoconductos en ese tiempo para moverse por España fueron los funcionarios y sus familiares. 





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