Aquel expedicionario almeriense que pisó Tierra Santa

Juan de Dios de la Rada creció en la calle del Emir, un erudito que hizo un viaje de ensueño

Juan de Dios de la Rada y Delgado (Almería, 1827-Madrid, 1901), era hijo de Juan de Dios de la Rada y Henares, médico, y de Margarita Delgado.
Juan de Dios de la Rada y Delgado (Almería, 1827-Madrid, 1901), era hijo de Juan de Dios de la Rada y Henares, médico, y de Margarita Delgado.
Manuel León
21:32 • 07 oct. 2022 / actualizado a las 21:00 • 08 oct. 2022

En el verano de 1871, el Gobierno de Amadeo de Saboya envió a los mares orientales a la fragata de guerra Arapiles. A bordo viajaba una comisión científica dirigida por un almeriense que tenía la misión de obtener piezas valiosas procedentes de esas remotas regiones para el recién creado Museo Arqueológico Nacional. El  adalid de esa exótica expedición, que llegaría a pisar Tierra Santa, era Juan de Dios Rada y Delgado, nacido en Almería en 1827, en las inmediaciones de la calle del Emir, e hijo del médico del Cabildo y del Hospital Provincial, quien se había convertido en uno de los eximios intelectuales de ese periodo de la historia de España en materias relacionadas con la arqueología y con la historia. 



Era Juan de Dios, una mezcla de animal de despacho y de reprimido aventurero, por eso, cuando brotó la oportunidad de cruzar el mundo para investigar lo desconocido no se lo pensó  y a la manera del veratense Ali Bey se embarcó en una de las singladuras más apasionantes en esas movedizas calendas del Sexenio Revolucionario.



Juan de Dios había pasado su niñez y su juventud en ese enjambre de casitas cerca de los muelles y de los tinglados portuarios: en ese espacio en el que estaba el Liceo, donde aprendió a declamar con su amigo de la infancia Mariano Alvarez, impresor y suegro, a la sazón, de la célebre Carmen de Burgos con quien compartió ripios en el periódico El Mercurio; en esa ciudad sureña y menestral en la que compartió instantes con aquel erudito de Tabernas, Manuel Góngora, el descubridor de la Cueva de los Letreros, quien le inyectó en vena la pasión por la arqueología de la que ya nunca se apeó;  en aquella Almería donde supo de su coetano de Berja, Miguel Ruiz de Villlanueva, anticuario, quien fundó el primer Museo de Antigüedades de Almería. Creció y marchó de la Rada, con apenas veinte años, a estudiar a Granada, donde se licenció en filosofía y se doctoró en jurisprudencia y de ahí a obtener una cátedra en la Escuela Superior de Diplomacia. 



Fue un talento versátil, Juan de Dios, un gigante de la investigación histórica, de la escritura, de la astronomía,  de la numismática y del coleccionismo, con una personalidad arrolladora, según las crónicas que lo definen: “Uno de los hijos más ilustres de la ciudad de Almería”, Florentino Castañeda dixit. Fue, sobre todo, un reconocido arqueólogo, ligado siempre al Museo Arqueológico, del que llegó a ser director durante la última década del siglo XIX. Elaboró un sistema pionero par la clasificación científica de los fondos y dirigió la Revista del Museo Español de Antigüedades, del que fue fundador. 



Tuvo también tiempo para la política, desde posiciones próximas a Cánovas, como senador por la provincias de Castellón y Lérida, tras no obtener acta por Almería en 1879. Ningún género escapaba a su pluma y dejó escritas también obras como poeta lírico, novelista, geógrafo y dramaturgo. Aunque con el tiempo se fue desligando de Almería, contribuyó de su propio peculio al socorro de las víctimas de las inundaciones de 1879 en la provincia. Algunos de sus abundantes artículos periodísticos en la prensa almeriense y madrileña, en revistas como Gente Vieja o el Semanario Pintoresco Español, los firmaba con el pseudónimo Adar, su apellido leído al revés. 



Ha sido el único almeriense reconocido con la Orden de Carlos III y de Caballero de la Orden de Isabel la Católica. 



A pesar de todo ese macizo bagaje como erudito, de todo ese ajuar de estudios y creaciones admirables, el almeriense Juan de Dios dejó siempre escrito que la principal aventura de su vida, con las que más victorioso se sintió, cuando con más ímpetu percibió circular la sangre por sus venas fue con aquella expedición a Oriente a bordo de la fragata Arapiles, fletada por el rey italiano, para estrechar lazos con aquellos pueblos remotos y para adquirir reliquias y antigüedades singulares para el Museo arqueológico. La expedición científica estaba comandada por el propio Rada -como un Malaspina a la almeriense- junto a Jorge Zammit, secretario de la Embajada como intérprete, y Ricardo Velázquez, académico, como dibujante y fotógrafo. También viajaban un capellán, el comandante y su esposa Fernandina Casariego y el resto de la tripulación, hasta un total de 15 personas, en algunos casos aterrados por lo desconocido, por las fieras salvajes, por los beduinos y los piratas turcos. 



Los comisionados partieron en tren desde Madrid hasta Nápoles donde estaba atracada la fragata. Uno de los graves problemas de Rada fue que el Ministerio de Fomento solo libró 2.500 pesetas, que se gastaron antes de la mitad del viaje. Juan de Dios mandó un dramático telegrama desde Constantinopla: “Fondos cero, ayúdenos ministro con su legítima influencia”, pero sus peticiones no fueron consideradas. 


La nave salió de Nápoles el 7 de julio de 1871 y, antes de llegar a Tierra Santa, tocó  los puertos de Mesina, Siracusa, El Pireo, Esmirna, Quíos, Samos, Rodas, Lárnaca y Beirut. Hasta llegar a Jerusalén, donde Juan de Dios quedó extasiado con los Santos Lugares, del genio comercial de los judíos, del Muelle de Jafa, de Judea, de la Vía Dolorosa, de todos los topónimos que había leído de niño, a la luz de una vela, en la Biblia familiar de su casa de Almería. 


Allí estaban, delante de sus ojos, el Calvario, la Iglesia de la Flagelación, el Santo Sepulcro, el Valle de Josafat, la pequeña Belén, con sus casas blancas y sus terraos, que tanto le recordaron a su  inolvidable Almería. Tras más de dos meses de viaje, volvió  la fragata desde Malta hasta Cartagena, sin haber adquirido ni una sola pieza para el Museo, con los bolsillos vacíos,  sin haber podido cobrar ni las dietas, pero con el alma repleta de vivencias entre orientales. 


Juan de Dios de la Rada dejó escrita una deliciosa crónica, ‘Viaje a Oriente’, de más de 300 páginas,  relatando aquella epopeya y dedicándosela a su padre, aquel viejo cirujano del Hospital Provincial de Almería, ahora convertido en Museo, con el que tanto hubiera disfrutado su hijo.


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