El niño que nunca comía chocolate

Diego Morata, don Diego, salvavidas por vocación, el mejor amigo de toreros y subalternos

Diego Morata Artés ha sido cirujano jefe de la Plaza de Toros de Almería desde 1972 hasta 2019, pasando el testigo a Gabriel López Ordoño.
Diego Morata Artés ha sido cirujano jefe de la Plaza de Toros de Almería desde 1972 hasta 2019, pasando el testigo a Gabriel López Ordoño.
Manuel León
10:53 • 31 jul. 2022

Muy pocas personas en Almería saben la edad exacta del cirujano Diego Morata, solo se intuye por la plata de sus sienes que puede estar acercándose a los 80. Quizá no lo diga por simple coquetería o porque en la casa de sus padres nunca se celebraban los cumpleaños: cada familia es un mundo; ni tampoco se comía chocolate. -”Por qué, don Diego”. -No lo sé pero así era, no existían el cacao ni los años en mi familia”. 



En esa vivienda de la calle Murcia donde nació y después en Albox, a donde se desplazó la familia al ser el padre nombrado médico de cabecera, nunca hubo regalos de cumpleaños, nunca hubo una onza de chocolate Valor. “Nunca lo eché en falta, porque nunca se echa de menos lo que no se conoce, ahora de adulto sigo sin comer chocolate, mi mujer me lo reprochaba diciéndome que yo no había tenido infancia, mis hijos sí han comido todo el que han querido”.



Diego Morata Artés, desde 1972 a 2019, fue cirujano de la Plaza de Toros de Almería, sustituyendo a Luis Gómez Angulo, como éste había hecho con su tío, el célebre Domingo Artés. Casi cincuenta años viendo toros desde el callejón, no perdiendo detalle del morlaco ni del torero, y auscultando, con ojo clínico, desde el primer momento,  la trayectoria de una cornada, la gravedad de un revolcón, desde el mismo instante de producirse en la arena de Vilches. 



Ha sido este cirujano, durante todo ese tiempo, un asceta en las corridas: mientras los tendidos se llenaban de aficionados, de mantones de manila y claveles reventones, mientras empezaban a surgir como por ensalmo las medias lunas y las botellas de fino de las neveras portátiles, mientras sonaba la música al grito de ‘tocad gandules, don Diego se mantenía impasible, como si fuera él el que iba a torear, apoyado en el  burladero que da a la enfermería, con una botella de agua mineral o un limón granizado entre las manos, tras haber dejado dispuesto el instrumental en la sala de curas, como el sacristán que prepara el agua bendita.



El ritual empezaba una hora antes de que saliera el primer toro al ruedo, cuando el cirujano jefe llegaba con su equipo de anestesista, cirujano ayudante, ats y enfermero, con la caja de herramientas conteniendo el bisturí, las pinzas, las tijeras, las vendas y todo el material necesario para salvar una vida amenazada por asta de toro. Y finalizaba cuando el sexto de la tarde era conducido muerto al matadero. Ahí respiraba ya Diego, pero solo hasta el próximo encierro.



Medio siglo esperando la sangre para detenerla, salvando vidas a toreros como Curro Romero o Manili, a banderilleros como Alcantud, a cambio de apenas ¡50 euros!, que es lo que cobra un cirujano taurino por festejo. “Lo he hecho siempre por afición a los toros, por vocación médica, no está pagado el tiempo que se le quita a la familia, cuando todos se divierten, nosotros tenemos que estar ojo avizor en la plaza”. Siempre mirando Diego, el muslo del matador, la suerte del Natural, el cuerno rozando la femoral, entre el suspiro de los tendidos. Y no solo en la Avenida de Vilches, también en la Plaza de Toros de Vera, de Roquetas, de Berja, de Huércal Overa y en plazas portátiles de pueblos como Ohanes, siempre cargando con las cajas del instrumental, como tendero ambulante, recorriendo la provincia para salvar vidas a cambio de lo que vale llenar medio tanque de gasolina.



De pequeño recuerda sus correrías por Albox junto a la Plaza del Ayuntamiento y la escuela de don Antonio Redondo, donde aprendió a leer y escribir. Después sus padres lo enviaron a estudiar a La Salle y a vivir con su tío Domingo y con su tía Gloria, que tenían el sanatorio junto al Colegio. Allí se empapó de torería y de vocación médica y marchó a estudiar medicina a Granada con Luis Castillo y Federico Orozco.



Al terminar la carrera, se especializó como cirujano, nunca tuvo miedo a la sangre, nunca le tembló el pulso para hacer un puente entre arterias. Hizo prácticas como ayudante de su tío y también en la Arrixaca de Murcia. Hasta que entró en la Bola Azul como ayudante del malogrado don Manuel Gálvez y en 1976 se jerarquizó como jefe de sección, con compañeros con los que aún comparte recuerdos de los días juveniles: Enrique Herrera, José Salas Mena, Manuel Ferrer, Jesús Martín y José García Martos.


Había elegido la cirugía por vocación y tenía unas manos de seda para salvar vidas en la sala de quirófanos. Su retina ha visto más de mil corridas de toros y ha intervenido de gravedad en más de una treintena de veces, todos -diestros y subalternos- salvados de la muerte. Solo se le murió un espontáneo, pero no en la enfermería de la Plaza, sino dos días después en el Hospital, de una embolia pulmonar. Aún recuerda cómo se llamaba, porque esas cosas nunca se pueden olvidar. Era Ramón Egea Cerezuela, un muchacho de 24 años que se tiró al ruedo en  una corrida de feria de 1972, en un cuarto toro que le correspondía a Luis Miguel Dominguín, el hijo de una almeriense de Tíjola.


Diego Morata, además de su vocación sanitaria, es un ferviente aficionado taurino, solo así se comprende que el sobrino del gran Artés haya sido uno de los cirujanos taurinos más longevos de la historia de España. Más de 6.000 toros han correteado sobre la arena frente a sus ojos ya gastados. Siempre ha tenido una máxima: por encima de todo quitar el dolor lo más pronto posible y animar al herido, quitarle el susto en la medida de lo posible. Sabe que una muerte marca y persigue, como le marcó al doctor Garrido, el médico de Manolete en Linares, al que don Diego conoció en primera persona. 


A su minuciosidad en la mesa de operaciones, se le une su meticulosidad para anotar, año tras año, los detalles de los festejos en un cuaderno de bitácora, un trabajo tan valioso como notario del tiempo, que un grupo de aficionados encabezado por Antonio Berenguel lo ha editado en una publicación dedicada a este maestro en el arte de salvar vidas. Todo por su afición a eso: a curar, a enmendar los entuertos del asta de toro en una pierna, en un muslo, en un costado; todo por su afición heredada al arte de torear que le llevó incluso, extraño en un hombre sereno y de ciencia como él, a tirarse a la Plaza de Ronda para llevar a hombros a uno de sus predilectos, Antonio Ordóñez. Aunque, siempre un poco por debajo en el escalafón del  primer Dios de su Olimpo particular que es Curro Romero, su amigo personal. Cómo no ser amigo, ni aunque seas un Faraón de Camas, de quien es capaz de salvarte por dos veces la vida. 


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