Las que no podían hablar con hombres

En 1899 el alcalde prohibió a las prostitutas conversar en la vía pública con hombres

Las casas para ejercer la prostitución  se centraban en callejones escondidos como la céntrica calle de Solís, junto a la calle Real.
Las casas para ejercer la prostitución se centraban en callejones escondidos como la céntrica calle de Solís, junto a la calle Real.
Eduardo de Vicente
20:59 • 10 feb. 2022

En los años finales del siglo diecinueve, Almería tenía fama por estar lejos de cualquier sitio, por su mineral, por su uva y por sus renombradas casas de citas, que aprovechando la vida comercial del puerto se habían convertido en un negocio rentable que podía aparecer en cualquier sitio, desde el muelle hasta la zona del Ayuntamiento.



A nadie se le ocurría montar una casa de lenocinio en el Paseo o en la Puerta de Purchena. Escogían sitios estratégicos que estuvieran en esa ruta que unía el puerto con el centro de la ciudad, sobre todo en los callejones próximos a la calle Real, que en aquel tiempo era una de las arterias principales. Existía el barrio de la prostitución que se extendía detrás de la casa consistorial, un escenario propicio para este tipo de negocios debido a la proximidad del mercado y de la alhóndiga que se celebraba en la Plaza Vieja, y existían las casas de citas oficiales y las que se consideraban de tapadillo, que podían aparecer en cualquier rincón del casco antiguo. 



Las primeras, las oficiales, tenían una fama de años y todo el mundo sabía dónde estaban. Solían trabajar con una organización similar: la dueña, también conocida como la señora o la madame llevaba las riendas y bajo su tutela vivían y trabajaban las muchachas que se dedicaban a la prostitución. Las otras, las casas de tapadillo, funcionaban de una manera más anárquica. Cualquier mujer podía recibir a hombres en su vivienda sin que nadie en el barrio lo sospechara.



Almería era una ciudad célebre por la abundancia de casas de citas, lo que provocaba más de un conflicto en la sociedad por las frecuentes quejas de los vecinos que batallaban por proteger los valores morales más estrictos. En enero de 1899, las autoridades tomaron cartas en el asunto y quisieron controlar el oficio para que la ciudad no se convirtiera en un burdel.



El entonces alcalde, Ramón Laynez Leal de Ibarra, amparándose en motivos sanitarios, intento poner cerco al viejo negocio y puso en marcha una serie de normas que pretendían que ninguna mujer que ejerciera la profesión quedara fuera del control municipal.



Lo primero que hizo fue dividir a las prostitutas en dos categorías: aquellas con domicilio fijo en casas toleradas por la autoridad y las que ejercían la prostitución en sus mismos domicilios. Unas y otras se clasificaron a su vez en prostitutas de primera, segunda y tercera clase, como si fueran reses.



Se dictó la orden de que toda prostituta fuera inscrita en una matrícula o registro general, que excluía a las menores de edad y a las casadas. A toda mujer inscrita se le adjudicaba una libreta sanitaria en la que se iban anotando los resultados de los distintos reconocimientos facultativos a las que eran sometidas.



A las mujeres de la vida se les otorgaba el derecho de ser excluidas del registro, siempre que pudieran acreditar que ya no ejercían la prostitución y que mantenían una buena conducta.


Las prostitutas que solicitaran su exclusión de dicha matricula para volver con sus familias o contraer matrimonio, tenían que presentar las pruebas oportunas en la alcaldía. No era suficiente con que una muchacha pidiera que su nombre se borrara de la lista porque iba a casarse, lo tenía que hacer con un informe del cura de la parroquia a la que pertenecía.


Las autoridades quisieron poner coto a las exhibiciones públicas que a veces solían protagonizar algunas mujeres de la vida cuando buscaban un plan. Se emitió una orden autorizando a que toda prostituta pudiera circular ‘libremente’ por la vía pública siempre que lo hiciera con la compostura y el recato debido, pero se prohibía que pudieran detenerse en las esquinas y en las puertas de las casas, estacionarse en los balcones,  conversar con los hombres en las calles y usar cualquier clase de provocaciones que atentaran contra la moral y el decoro público.


También se prohibió el establecimiento de la prostitución en las calles de mucho tránsito, por lo que la mayoría de los negocios tuvieron que refugiarse en los callejones limítrofes a las zonas estratégicas como era, por poner un ejemplo, la calle Real.


Todas estas medidas, además de en los pilares morales y sanitarios, se sustentaban también en una estrategia económica. Las arcas municipales estaban muy necesitadas de ingresos y la prostitución, bien organizada y controlada, podía ser un excelente negocio. Se obligó a que las mujeres de la vida pasaran dos veces un reconocimiento médico, teniendo que abonar religiosamente las cuotas establecidas. 


Una mujer pública, de las encuadradas dentro del grupo de amas de casa de compromiso, es decir, de las que ejercieran el oficio por su cuenta, tenía que pagar veinte pesetas al mes, mientras que las que trabajaban en una casa oficial o tolerada, pagaba quince. 


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