Cuando cada barrio tenía su identidad

Eduardo de Vicente
07:00 • 02 mar. 2020

Cada barrio era una pequeña patria. La globalización, hace cincuenta años, se producía en el colegio, donde llegaban niños de lugares distintos, y en las cartas de los Reyes Magos, que ya empezaban a estar marcadas por los juguetes que anunciaban por televisión. Sin embargo, cada barrio, incluso cada calle, conservaba su sello particular, que en la mayoría de los casos estaba marcado por el paisaje. 



El escenario te dejaba su huella en las costumbres y en los juegos. No jugaban a lo mismo ni tenían las mismas motivaciones los niños que vivían en el Barrio Alto que los que se criaban en los cerros de la Chanca. Unos eran hijos de la Rambla, su refugio, su lugar de escapadas, y otros eran como gatos, adaptados al polvo de las cuestas y al aire cargado de sal que subía desde el puerto.



Tu calle lo era todo. Uno se sentía orgulloso de su calle, de los amigos que la habitaban y por eso la defendíamos contra los bárbaros de las calles lejanas con ánimos de quitarnos la pelota y de retarnos a una guerrilla. Tu calle y tu barrio te marcaban con un hierro sentimental que tú llevabas con orgullo allá donde fueras. 



Los niños del Barrio Alto estaban perfectamente adaptados a su medio: la diversidad de la Rambla y la libertad de La Molineta, el lugar donde tantas veces se escapaban. Nada que ver con el entorno en el que se movían los niños de la Plaza de Pavía o los del barrio de Pescadería, forjados en los cerros de La Chanca y las explanadas del puerto. También mantenían su propia idiosincrasia, relacionada con el entorno, los niños de la Colonia de los Ángeles. En los primeros años sesenta, los niños de aquel barrio a extramuros tenían doble nacionalidad: eran urbanos y eran también rurales. Vivían a unos metros de la Carretera de Granada y a quince minutos de la Puerta de Purchena, pero en su tiempo libre se refugiaban del mundo en los cerros de La Molineta y en los solares y descampados que por aquel tiempo todavía existían en el mismo barrio antes de que la construcción masiva se los llevara por delante. 



También los niños del Zapillo disfrutaban de escenarios distintos. Tenían la vega tan cercana que el barrio todavía olía a leche y a establo. Tenían la playa tan presente que cuando soplaba con fuerza el poniente corrían a cerrar las ventanas para que no se les colara la arena hasta la cocina. Tenían espacios libres para perderse y un lugar, la boca del río, para escaparse de la vigilancia de las madres. Tenían tanta diversidad que hasta disfrutaban de un pequeño bosque de eucaliptos en retirada que formó parte del paisaje del barrio hasta que en los años sesenta lo derribaron para construir el edificio Playmar. 



Los que vivíamos en la manzana de la Catedral y del Ayuntamiento teníamos un poco de niños arrabaleros como lo eran los de la Chanca, pero también manejábamos los buenos modales de los niños del centro cuando la ocasión lo requería. Aprendimos a vagabundear por las calles, a ser perseguidos por los guardias jardines, a esquivar a los municipales que nos querían quitar la pelota, a meternos con las niñas en los portales cuando ellas nos dejaban y a coger vinagreras en la huerta de la Hoya burlando la ronda del guarda. Estábamos preparados para mezclarnos con los niños de la Plaza Vieja que eran más libres que nosotros o con los del Cerro de San Cristóbal que en cuestiones callejeras nos llevaban varios cursos de ventaja, pero también sabíamos adaptarnos a los niños que venían de la Plaza de Santo Domingo, de San Pedro o de la calle Real, que solían ocupar un par de bancas por encima de las nuestras en la asignatura de comportamiento.



Los que vivíamos entre la Catedral y el Ayuntamiento teníamos la ventaja que nos proporcionaba el escenario en el que nos movíamos y el tiempo que nos tocó transitar. En aquel barrio sucedía casi todo con lo que un niño podía soñar hace cuarenta años: allí teníamos las mejores procesiones, por allí pasaban los desfiles de los soldados, de allí salían las cabalgatas de feria y las dianas de los gigantes y cabezudos y allí se celebraban los festivales de España y las cenas de gala. Cuando queríamos fugarnos de las miradas conocidas, en cinco minutos nos poníamos en el puerto y en diez llegábamos hasta la Rambla, donde podíamos sacar a pasear el granuja que llevábamos dentro sin temor de ser descubiertos por un vecino o por un familiar. Allí, alejados de nuestro universo más cercano, podíamos ser los golfos de barrio que nuestras madres jamás hubieran podido imaginar. 





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