El almeriense que vaticinó la llegada del hombre a la luna

Se llamaba Ginés Gallardo, le llamaban ‘El Místico’ y nació en la Garrucha de los años 20

Ginés Gallardo llamado El Místico, con los pies metidos en el agua de la playa.
Ginés Gallardo llamado El Místico, con los pies metidos en el agua de la playa. La Voz
Manuel León
07:00 • 14 jul. 2019

Cuando  Armstrong puso un pie en la luna, habían pasado más de veinte años desde que un almeriense lo auguró. Se cumple ahora medio siglo rotundo de esa peripecia cósmica que nos parece tan mítica, de ese fragor de naves sobre el polvo lunar que tanto emocionó a aquellos almerienses, hoy jubilados, que lo vieron de madrugada por televisión, como si fuera uno de aquellos combates de Legrá tan en boga. ("Solo recuerdo la emoción de las cosas", escribio Machado).




Se consuman ahora 50 años de esa gesta americana de la que tanto habló sin que lo creyeran El Místico, un pescador de Garrucha obsesionado con la luna desde que lo parieron. Se llamaba Ginés Gallardo y nació antes de la Guerra. Su padre, Ginés como él, era guardia de recaudación de arbitrios en el fielato que había a la entrada de La Gurulla, hasta que las fuerza le fallaron y tuvo que abandonar la caseta en favor de su hijo. Pero El Místico no estaba hecho para esos menesteres y eran más los huevos y gallinas de los vendedores que se le colaban sin pagar que los que tributaban.




Ginés, corto de estatura y con su boina calada, prefirió embarcarse en la boguera de José el Gavirro para poder ver la luna a mar abierto. Se quedaba embobado horas y horas mirando el satélite ceniciento en las noches que salía a la traíña y diciendo que él podía ir andando hasta ella y penetrarla como si fuera un túnel. “A la luna llegaremos y en la luna viviremos”, exclamaba de pronto en medio de una partida de tute. En su casa de la calle Calderón, encima del Malecón Alto, había un árbol con el que dialogaba como buen místico, con el que de vez en cuando se enfadaba porque no le daba la razón y le asestaba puñaladas con la navaja como venganza.




Ginés decía a quien quisiera oírle, desde los años cuarentaytantos, que en la luna se cultivarían con el tiempo mejores melones que en la tierra. Tenía buenas manos para la madera, Ginés, para calafatear las barcas con estopa y masilla y durante un tiempo se fue al extranjero y se olvidó de la luna, hasta que pronto volvió a aparecer por su pueblo con las ansias renovadas.




Se ponía por la tarde en la puerta de José el del Bar, en el Malecón, cuando la luna iba creciendo y hablaba y hablaba con ella y conocía científicamente todos sus ciclos y siluetas, hasta su cara oculta. Contaba historias de extraterrestre, de los viajes al espacio, como un émulo de Julio Verne. Ginés era místico -como su mote- y tenía un mundo propio del que emanaban intuiciones y presentimientos que a veces se cumplían: lo creías o no lo creías, como a Iker Jiménez.




Pero en el caso de la luna, a la que le dedicó su vida mirándola con devoción franciscana, como el toro enamorado en aquella copla, se cumplieron sus pronósticos a rajatabla. Ginés el Místico murió en el asilo de Almería, entre monjitas que aliviaban el dolor de sus huesos gastados por el reuma, poco antes del verano del 69, antes de que se hiciera realidad su vaticinio verniano.




En Almería, esos días lunáticos, la vida transcurría con la regularidad con que las cosas habían sucedido siempre, en el tiempo detenido de una larga Dictadura, en el que la fragilidad de un instante lo podía cambiar todo. Era una Almería -la del 69- en la que sí, seguía existiendo administrativamente, con olor a naftalina, la Sección Femenina, y en la que los gobernadores aún ‘giraban visita’ a los pueblos pequeños, pero la provincia estaba ya más por el bikini en la playa de El Palmer que por las actividades de Educación y Descanso.




Fue en esos días, en la madrugada del 20 al 21 de julio de 1969, cuando los almerienses no durmieron, cuando iban rumiando aquella voz aguardentosa de Hermida que desde Houston les llegaba al televisor en blanco y negro y hablaba del Apolo XI y de la órbita lunar, cuando vieron cómo el astronauta dejaba su huella entre cráteres en el Mar de la Tranquilidad, en esa superficie color cacao que tanto recordaba a las barranqueras de Desierto de Tabernas. Algunos de esos almerienses aún recuerdan cómo en la inocencia del momento  salieron a la terraza o subieron a la azotea, a ver si podían adivinar a 384.000 kilómetros exactamente la silueta de Armstrong o Aldrin vagando por entre aquellas dunas blanquecinas. Manolo Román escribiría al día siguiente, con emoción contenida, en ‘Bajo el Manzanillo’ que “los almerienses habían asistido con vehemencia y con impaciencia a una hazaña que se recordará siempre”.


Y así fue: durante días no hubo otra cosa de qué hablar en la ciudad que de la llegada del hombre a la luna, aunque había quien en los veladores del Café Español o del Colón, en esas tardes estivales de horchatas y dominó, no terminaran de creerlo del todo.


El Caudillo envió un mensaje de felicitación a Nixon y el Papa Pablo Sexto aseguran que se había comprado una tele en color en Castengaldolfo pero que se le fue la señal y tuvo que ver la conquista de la luna en blanco y negro, como el resto de los mortales.


Mientras que  los americanos de neopreno se paseaban más solos que la una por el satélite, Hermida seguía desgañitándose, diciendo eso de ‘un pequeño paso para el hombre y un gran paso para la humanidad’, mientras los afortunados almerienses que contaban con un televisor seguían dudando.


 Fue el año en el que Maribel Fraga fue elegida Reina de las Fiestas en la Alcazaba, en el que Pinito del Oro llegaba con su colosal Circo Price de Madrid, en el que en la cartelera de la Terraza San Miguel se estrenaba La Leyenda del Indomable, con Paul Newman y en el que El Zapillo celebra su Fiesta del Sol; fue el año del mayor éxodo de emigrantes almerienses -2.604 personas- a Francia, Alemania y Suiza y en el que un sofá en Muebles Vallejo costaba 500 pesetas.


Por esas fechas ya estaba pintando acuarelas -como hasta ahora- el gran Visconti y las mujeres se compraban las primeras derbis en Bazar Almería, aunque aún usaran fajas como sus abuelas. Se abrió el primer gimnasio  en la calle Reyes Católicos,  nació Costacabana como urbanización privada, se inauguró la Escuela de Hostelería en La Pipa, llegó el primero vuelo de alemanes de Rossell y a Antonio Franco Navarro le tocó la quiniela, con cuyo premio  pondría los cimientos del nuevo Estadio del Almería.


Todo eso ocurrió en la  Almería de hace 50 años,  cuando el hombre llegó a la luna, cuando aquel almeriense, aquel Ginés el Mistico, aquel garruchero lunático, no pudo ver con sus ojos aquello que él mismo había anticipado mirando al cielo.


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