Retrato de un fotógrafo y su sombra

La mirada de Carlos Pérez Siquier no ha perdido la fuerza ni la inquietud de la juventud

Carlos Pérez Siquier  conserva una vitalidad contagiosa. La creación lo mantiene intacto, como un adolescente.
Carlos Pérez Siquier conserva una vitalidad contagiosa. La creación lo mantiene intacto, como un adolescente.
Eduardo D. Vicente
10:24 • 12 mar. 2016

Uno puede renunciar a un trabajo, a un amor de toda una vida, a un dios, a todos los premios y honores que ha podido reunir a lo largo de su existencia, a todas sus posesiones terrenales, a su propio nombre, al mundo que le rodea, pero nadie puede renunciar a su sombra mientras le quede un instante de vida. La sombra es nuestra compañera inseparable, el eco de nuestros pasos, una desconocida que se mueve con nuestros mismos gestos y que pasa por nuestra vida sin llamar la atención. 




La sombra revoltosa de un niño; la sombra atormentada del poeta que en las sombras de su conciencia busca un momento de inspiración; la sombra errante del artista que con su cámara al hombro callejea buscando el alma de su sombra. “Yo he buscado mi sombra, la he provocado. Mi sombra representa la finitud de la vida, corresponde a la visión de mi cuerpo en continua evolución; en ella voy viendo el paso del tiempo”, me cuenta Carlos Pérez Siquier, autor del libro ‘Mi sombra y yo’, publicado en 2015, donde el fecundo artista almeriense ha proyectado su sombra sobre la vida cotidiana, componiendo un autorretrato genial.




A sus 85 años de edad, Carlos Pérez Siquier conserva una vitalidad contagiosa que se respira por cada rincón de su casa. Hay en ella una energía que se percibe por todas las habitaciones, un dios inquieto que ronda al creador como un torrente inagotable que lo mantiene joven. “Tengo vitalidad. Es un regalo de la vida”, reconoce. Es la fuente de la eterna juventud, que nace allí donde empiezan las emociones que le permiten seguir apasionándose cuando coge la cámara y se pierde por los callejones de la ciudad en las solitarias mañanas de los domingos. Mientras la ciudad parece dormida, él mira como un enamorado, con la certeza de que en cualquier esquina, en cualquier pared, se puede encontrar con ese motivo que también lo estaba buscando. “No puedo decir: Hoy estoy inspirado, voy a hacer una buena foto. A veces sales y regresas de vacío, y a veces, cuando menos te la esperas, es la foto la que sale a tu encuentro y son los objetos los que se te aparecen, te hablan y te transmiten”, asegura.




Tal vez, en cada uno de sus trabajos repose un átomo de ese elemento fortuito que ha estado presente a lo largo de su vida, desde que siendo un adolescente intentó ser fotógrafo. No fue una profesión buscada, ni estudiada, ni tampoco una herencia. La interiorizó viendo a su padre revelando fotos en la buhardilla de su casa en la calle Minero. Aquel espacio de sombras, con aquella atmósfera de puti club de carretera que le daba la luz roja del cuarto, le causaban una emoción especial que explotaba cuando en la cubeta del agua empezaba a verse el resultado. “Era el milagro de la imagen que iba apareciendo poco a poco lo que más me impactaba y lo que un día me empujó a pedirle la cámara a mi padre y echar mis primeras fotografías”, cuenta.




Allí empezó todo, en la oscuridad de la buhardilla, y continuó después en los ratos libres que le dejaba su trabajo en el banco. Allí, rodeado de cuentas interminables, de clientes preocupados y de cheques al portador, se ganaba el sueldo que le permitía vivir, pero sus sueños nacían cuando llegaba a su casa, cogía la cámara y echaba a volar dejando atrás los saldos y las rentas. Un día sus pasos lo llevaron al barrio de La Chanca, que a finales de los años cincuenta era un suburbio al margen de la ciudad, un escenario del que sólo se hablaba cuando caía una tormenta y se derrumbaban varias cuevas o cuando iba el Obispo a recordarles que Dios seguía existiendo. “Me interesó el barrio por su autenticidad. Por esa gente que sobrevivía con muchas dificultades, pero que vivía con una absoluta dignidad. Me interesó por la mirada de los niños. Se hablaba mucho entonces de que el tracoma les dejaba los ojos enfermos, pero yo me encontré con una realidad distinta, la de los niños y sus miradas luminosas”, subraya el artista.




Sus trabajos de La Chanca le sirvieron, además de para ganarse el reconocimiento de la opinión pública, para decirle a su sombra que estaba cansado del banco, que había llegado la hora de recoger y de empezar un nuevo camino. Cambió su silla y sus números por la libertad de los paisajes de Cabo de Gata. “Aquellos escenarios activaron mi sensibilidad, con sus paisajes volcánicos de pocos elementos, que después se vieron reflejados en mis trabajos en esa economía de medios que tanto he buscado”, explica.




Cuando sus fotografías recorrieron el mundo, cuando su nombre se rodeó de una aureola de prestigio, le ofrecieron la oportunidad de irse de Almería y montar una industria donde poder ganar mucho dinero, un proyecto común, un negocio. “Dije que no porque preferí poner a salvo mi libertad y seguir siendo un lobo solitario, preservar mi individualidad pensando que mi foto local podría trascender al espacio y ser una obra universal”.




Hace veinte años, cuando veíamos a Carlos Pérez Siquier merodeando por las calles con su cámara cargada, nos llamaba la atención aquel personaje con aire bohemio que iba retratando los detalles de la vida sin dejarse notar. Hoy sigue siendo ese lobo solitario  de  entonces, pero ya no llama la atención porque a su lado hay cien más jugando a ser fotógrafos. Vivimos en un tiempo donde todo se retrata, desde la masticación de una tapa de calamares en la barra de un bar hasta el abrazo de dos amigos que se encuentran en medio de una calle media hora después de haberse cruzado por una acera. Es la era de la fotografía a granel y compulsiva, que ha banalizado el oficio. “Ahora la foto se utiliza como algo intranscendente. Se hace sin pensarla, como un gesto, como una obligación. Lo digital es importante por la inmediatez de tener el resultado y por la facilidad de la difusión, pero la fotografía que vemos continuamente en la calle no surge de una reflexión y no es creativa”, me explica el artista mientras mira de reojo el reloj. Ha pasado la hora que tenía programada para la entrevista. Lo espera un nuevo proyecto, otra ilusión que le hacerse sentirse vivo y con las fuerzas suficientes para seguir tirando de su sombra.
 



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