¿Es cuento la Semana Santa de Almería?

Carta del director

Comienza la Semana Santa.
Comienza la Semana Santa. La Voz
Pedro Manuel de La Cruz
20:42 • 23 mar. 2024

Cuenta Manu Sánchez que en una entrevista Carlos Amigo le confesó que sus dos momentos más emotivos de todas las Semanas Santas que había vivido en Sevilla ocurrieron cuando tuvo que interceder ante la autoridad competente para que fuera compasiva con los dos presos que una Madrugá se habían fugado para ir a ver a la Macarena y que, tras la recogida en San Gil, habían vuelto a la cárcel. La otra ocasión feliz ocurrió en el mediodía de un Miércoles Santo en las horas previas a la salida la Hermandad del Buen Fin. Contaba monseñor Amigo a Manu Sánchez (un cardenal papable y un humorista ateo y capillita hablando con pasión de Semana Santa, ¿dónde se puede dar si no es en Sevilla?), contaba el Cardenal que aquel día escuchó el lamento de un abuelo reconociendo su envidia porque el amigo del que se acababa de despedir había marchado a su casa para vestir con la túnica marrón y el cíngulo blanco de nazareno a su nieto y acompañarlo después hasta la iglesia para que participara en la procesión.



-Estas son las cosas que me dan envidia monseñor; él puede vestir a su nieto porque es niño y yo no puedo hacerlo con mi nieta porque las niñas no pueden ser nazarenas.



Carlos Amigo lo miró desde la inmensa altura de su bondad y no lo dudó:



 -no te preocupes, el próximo año, tu nieta sale.  



Y salió. El cardenal habló con la Hermandad y aquella norma tan trasnochada de siglos se cambió. La tristeza de aquella despedida de Miércoles Santo no se volvió a repetir.



Como quizá nunca vuelva a repetirse lo ocurrido en la Madrugá tardía de aquel Jueves Santo en la que al capataz José Villanueva, mientras mandaba el paso en medio del silencio sepulcral que acompaña al Gran Poder, una mujer saltó de la fila, paró el trono, y en medio de la sorpresa de todos, miró al Cristo y le gritó:



-¡Ya que te lo has llevado, cuídamelo!



La brevedad del silencio que siguió duró una eternidad. Se rompió cuando el capataz miró al Señor de Sevilla y, con toda la seriedad que imponía el momento, solo acertó a decir:


-¡Ya la has oído; ahora, cuídaselo!


Aquella mujer que había roto el silencio desgarrada por el dolor acababa de perder a un hijo.


La Semana Santa es, tal vez, la única expresión de la que participan todos los sentidos. La vista, con la inabarcable belleza barroca de sus tronos. El oído, con la elegancia fúnebre del sonido de la música que acompaña los pasos de palio. El olfato, con el perfume a incienso y rosas de una primavera adelantada. El gusto, con el gozo de una gastronomía con fecha de inicio y fecha de caducidad. El tacto, con el estremecimiento que siente quien toca la madera de un trono antes de santiguarse.


Cinco sentidos presentes y un pasado que, ahora sí, fue un pretérito perfecto. Y es que la Semana Santa nos devuelve a la infancia.  


Por muchos años que hayan pasado siempre hay una esquina que, al doblarla, nos reencuentra con el niño que fuimos. El regreso inesperado de un recuerdo que nadie podrá borrar.


Yo, ni puedo ni quiero borrar mi regreso cada Viernes Santo a las horas previas a la salida del Entierro de Cristo en Albox. La pequeña tienda de mis padres en el Barrio Alto era un hervidero de gente comprando velas. Cuando ya se habían agotado, mi padre siempre tenía guardadas una grande para él y una más pequeña para mí. Armado cada uno con la nuestra bajábamos hasta la puerta de la Iglesia y allí, tras encenderla, iniciábamos con paso lento y en medio del silencio la procesión. Han pasado casi sesenta años desde entonces y puedo recorrer una a una todas las calles por las que acompañábamos a aquel cortejo fúnebre. Como puedo recordar el sonido del clarinete de Jacinto, la trompeta de El Polo, el trombón de varas de Bartolo o el fiscorno de Paco el nano, todos amigos de mis padres y, como ellos, pobres de posibles, ricos de cultura popular y republicanos vencidos sin rencor.


 El paso inevitable de los años y la llegada irremediable de los daños obliga a abandonar aquellos paisajes en los que fuimos felices. Pero la pátina siempre embellecedora del tiempo- para cada uno la mejor Semana Santa es la de su pueblo y las imágenes más bellas a las que hemos rezado-nos hace reencontrarnos con aquel tiempo de azoteas y azahar en las que el sobresalto solo era provocado por el sonido rotundo de un tambor detrás de un paso de Cristo o el desgarro desolado de una saeta.


Almería vuelve hoy a vivir y revivir no un cuento, sino una realidad llena de belleza, sentimiento y emoción, un realismo mágico o una magia real de la que todos participan.


Un milagro que solo puede hacer un pueblo, como el andaluz, que llora cantando. Y eso sí que es arte.  


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