La pura alegría en los pueblos del Levante

Tirarse por el suelo, compartir la sangría, saltar a la comba, la cara sucia de tierra

Muchachas celebrando un Dia de la Vieja en los años 70 en Rambla Cirera de Cuevas del Almanzora.
Muchachas celebrando un Dia de la Vieja en los años 70 en Rambla Cirera de Cuevas del Almanzora.
Manuel León
21:31 • 15 mar. 2023

Pura alegría por darse un baño de tierra y naturaleza, sin más ambiciones ni filigranas. La alegría sencilla de la vida, como la pintaba Goya en sus lienzos de la Pradera de San Isidro, con sus majas y sus chulapos, danzando al corro de la patata, hombres viriles con un pañuelo en los ojos jugando a la gallinita en el arrabal de ese poblachón manchego que era el Madrid dieciochesco. El Día de Vieja, fiesta pagana, era -sigue siéndolo aunque cada vez más en la nostalgia del que cumple años- lo más parecido a un cuadro costumbrista del mejor Goya: la fiesta más genuina de los los pueblos de la Axarquía almeriense. Lo que no se ha perdido ni nunca se perderá, por más que pasen los años. Porque es pura alegría, pura vida, que se va transmitiendo en los genes de padres a hijos. algo tan simple como echarse al campo, buscar un llano debajo de un algarrobo, extender un mantel de hule y llenarlo de platos de fritada, tortilla de patatas, habas con tocino, naranjas y sangría. 



Durante años he visto cómo ese día tan esperado por toda la familia servía para que la gente más hosca y adusta del pueblo se desinhibiera y, por ejemplo, se dedicara a contar chistes o a caer al suelo con un saco en los pies. No yerro si digo que muchas gentes de Cuevas, Vera, Garrucha, Antas, Turre o Mojácar tienen en el altar de los momentos más felices de sus vidas los días de la Vieja: territorio para la risa, la jarana, la comida compartida, la confidencia, la gula, la cara sucia de tierra y el pelo empapado de sudor de saltar a la comba o jugar a la pelota. Se dice que el Día de la Vieja no hay enemigos.






La Vieja Remonona, llena de caramelos, que se parte a palos o tirándole piedras los niños (nadie la ha tildado nunca de fiesta machista o salvaje después de más de un siglo, aunque podría llegar el momento)  empezaba -y empieza- para los chavales con mariposas en el estómago, haciendo los preparativos para acampar; la madre encarga los hornazos y llena de viandas la tartera; el padre apaña el vino y las habas; el abuelo, cuando había abuelos en las casas, abrillanta la baraja para el subastado. Y a media mañana salen las familias enteras, como en rebelión, en busca del campo, a disfrutar de lo lindo, como una especie de huida colectiva. Y quedan más solas que la una las calles de los pueblos de ese delicioso Levante almeriense.



Los garrucheros irán a La Cañá Flores, los veratenses a Puerto Rey o el Cabezo de la Pelea, los Cuevanos al Piojo o a Cirera, los pulpileños a Los Pinos, los antusos al Cabezo María, los mojaqueros al río Aguas, los turreros a Cortijo Grande o a Cabrera, los gallarderos y bedarenses al Goterón.



Cada cual encontrará su Arcadia feliz en donde compartirán la cerveza, el conejo al ajillo o los buñuelos en plena Cuaresma, entre moscas y abejas, tumbados sobre la hierba fresca y las primeras margaritas de primavera, oliendo a tierra y al dulce de membrillo guardado en el canasto. Habrá lugar para el tute y la petanca, para las carreras de los niños y para el rubor de los adolescentes picados de acné. Hombres tirados en la tierra, sobre manteles de cuadros y mujeres con rebecas sobre los hombros, como en las fotos de nuestros padres de hace cuarenta años; gentes levantinas, fronterizas, acostumbradas a la brega, que beberán y comerán de más, aunque sólo sea este bendito día del año. Gente que olvidará las amarguras y la rutina doméstica por unas horas. Gente que de vuelta a casa, ya cansada de gritar y de reír, de disfrutar como niños, cantará las canciones de sus mayores por los caminos polvorientos con un sol crepuscular.





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