La alegría de los niños de La Hoya

Eran rapaces gozosos por mancharse las manos con la tierra de la historia

Alumnos del Colegio Giner de los Ríos junto a un membrillero recién plantado en La Hoya.
Alumnos del Colegio Giner de los Ríos junto a un membrillero recién plantado en La Hoya.
Manuel León
18:59 • 15 feb. 2023

Los ojos no mienten. Nunca mienten. Esta semana ha tenido la alcaldesa de Almería un gesto sencillo, pero sublime: ha plantado las semillas de los primeros arbolitos de la Hoya, que seguirán ahí cuando ninguno estemos, dando sombra a las generaciones venideras. Y lo ha hecho, María del Mar, acompañada de rapaces de ese barrio milenario, niños que ponían los ojos como platos -como se aprecia en las fotos de Lola González- cuando con la pala iban acunando la simiente del primer membrillero; eran ojos de dicha, de estar haciendo algo único. 



Si me permite la alcaldesa, le daría un consejo de persona mayor que ella: haga lo mismo con cualquier obra que inaugure, con cualquier nueva calle que abra, con cualquiera de las primeras piedras que le quedan por poner: llévese niños, muchos niños del barrio al que se desplace, de cualquier colegio que quede a mano; lléveselos -Mar- a que se sientan parte de la ciudad, de su ciudad, a que la aprendan a querer desde el protagonismo -se ama lo que se conoce- por que ellos son los que tienen la llave del futuro de Almería.



Allí estaban el otro día, esos niños del Colegio Giner de los Ríos, de esa escuela humilde de la calle Cervantes, festoneada de todas las razas y credos; allí estaba su tutora Pilar García Mateo, supervisándolos como hijos más que como alumnos; allí estaban todos en esa Hoya rodeada de murallas ajadas, con las gacelas agazapadas, sobre los escombros del cortijo del temible canónigo Andrés Díaz Molina; allí estaban esos niños, con sus risas y su entusiasmo, con sus petos verdes, haciendo plantones, sabiéndose parte de la historia de los futuros Jardines Mediterráneos, sobre un futuro vergel habitado por moreras, granados, mandarinos, acebuches, junto a futuras albercas y paratas de agua, volviendo al Neolítico (al final todos volveremos al Neolítico, hastiados de pantallas). 



Quizá, antes de un suspiro, unos hunos acaben con esos arbolitos y no dejen crecer la hierba, como tantas veces ocurre. Quizá. Pero mereció la pena intentarlo, María del Mar. Seguro que a ninguno de esos niños risueños, gozosos por mancharse las manos con tierra de la historia, se les ocurrirá en toda su vida derribar un árbol.








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