Cartas para siempre

En ocasiones nuestras vidas penden de un simple papel

José Luis Masegosa
09:00 • 20 jun. 2022

Gonzalo García Barcha y su hija, Emilia García Elizondo, hijo y nieta, respectivamente, de Gabriel García Márquez, quedaron gratamente sorprendidos, hace unas semanas, por el hallazgo en un estudio de la casa del escritor colombiano, en la calle Fuego de Ciudad de México, de una misteriosa caja con la leyenda “Nietos”.



Los descendientes del autor de “Cien años de soledad” buscaban una foto para la conmemoración de los 40 años de la concesión del premio Nobel, pero en lugar de fotografías se encontraron con unas 150 cartas inéditas dirigidas a García Márquez, cuya esposa, Mercedes Barcha, se supone que tenía guardadas para entregarlas después. Pablo Neruda, Bill Clinton, Woody Allen y Fidel Castro, entre otros, son los autores de estas misivas que por primera vez el público puede leerlas en la exposición abierta en la Casa de la Literatura Gabriel García Márquez, en la capital mexicana. Al contrario que el coronel protagonista de su conocida novela, el escritor sí ha tenido quien le escriba. 








El inesperado hallazgo causó una intensa emoción en sus descubridores, la misma que tal vez puedan sentir ahora algunos de los destinatarios de las cartas descubiertas en una vivienda del municipio alicantino de Biar, cuyo ex cartero, que ha sido detenido, dejó de entregar entre los años 2012 y 2013. Ambas noticias viajan conmigo al mundo epistolar, argumento reiterado en estas mismas líneas adonde acude presto el olor con rostro de numerosas cartas que infinidad de historias me han contado  y he contado. En ocasiones nuestras vidas penden de un simple papel, de una gota de tinta que ha inoculado en nuestro torrente emocional un sinfín de sentimientos y sensaciones.








La ilusión  nació y nos nace cada final y principio de año con una carta demandante de anhelos y deseos, que aunque no siempre surta el efecto esperado nos abre las puertas de la fantasía y la magia. Son las cartas a Papa Noel y a los Reyes Magos. Textos tornados después en anheladas buenas nuevas de cuando nuestra primera salida de casa, de cuando la necesidad formativa nos echaba de nuestros entornos –sobre todo a quienes habitaban los núcleos rurales-  y nos hacían vivir pendientes de alguna novedad acerca de nuestros seres queridos, de nuestro perro y de aquella niña, aún con pelo trenzado, que habíamos dejado en el pueblo y que nos causaba un torbellino de ingenua ausencia. Aquellas iniciáticas cartas se escribían con renglones inocentes, y los envíos estaban medidos. No más de una carta por semana y a ser posible aprovecharla para secundarios destinatarios. El tiempo no  usaba la prisa entonces, y menos la urgencia. Las pautas de las cartas, con independencia de los remitentes, obedecían a unos hábitos y costumbres que se alteraban en función de los perfiles personales. 


A pesar de que la vida siempre sea una arruga de viento, nunca quedó huérfana de un sobre y una carta: Las del primer amor, aún con grafía imprecisa pero borrachas de pasión, sorprendían con algún recuerdo o un mechoncito de azabache;  las de los  balbuceos universitarios en la lucha por las libertades con las claves de la siguiente protesta;  las de las oleadas de la emigración que con tinta de hambre escribieron las crónicas de la diáspora para enriquecer otros territorios; las de la mili, bocanadas de aliento para no decaer en las cordilleras de la dilatada soledad; las del estreno laboral, fuente fértil de esperanzas y promesas;  las de la senectud,  irremplazables tratados de sabiduría; las de la madurez, preñadas de asombros, como los que descubrió Carmen Iglesias, una nonagenaria ya fallecida, cuando, 83 años después, recorrió su infancia de sabañones para acariciar su propio poema que en una carta de su hermano Antonio encontró su sobrino Gerardo: “yo quiero un pueblo que alegre/con gracia y con perspicacia…yo quiero un pueblo que cante…un pueblo noble”. Cartas más allá de la vida, como la que, sollozante – me relataba, tiempo atrás, Aleida Guevara, hija de El Che- , leyó la viuda, Aleida March, a su familia: “Cuando recibas esta carta será porque yo ya no estaré entre ustedes. Un beso grande de papá”. Fue la última carta del guerrillero argentino. 


Misivas desconcertantes como la  remitida por Enrique F. Gutiérrez Roig, médico y  dramaturgo, a principios del pasado siglo, que requería a mi abuelo materno recibo de un décimo de lotería de Navidad –el 35.2 88- premiado con 70.000 pesetas de la época. La  misteriosa duda - aún prevalece siglo y pico después-, contenida en la referida carta sobre el destino del décimo y si la suerte había agraciado a mi difunto abuelo fue noticia de primera en “El Imparcial”, “El Heraldo de Madrid” y otros rotativos de aquel entonces.

Cartas de luz, como la remitida por el Juzgado a doña Elisa, una anciana vecina de mi barrio, quien entre un leve abaniqueo de  párpados y un cerco de lágrimas, se ha enterado de que le reintegrarán su casa y sus propiedades, arrebatas de manera ilegal por sus hijos bajo el pretexto de un presunto deterioro mental. Cartas con voces de desamor, cartas para la eternidad, la vida en una carta…cartas para siempre.


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