La huella de las letras

Otra entrega, la de los obreros del papel

José Luis Masegosa
08:58 • 25 abr. 2022

La felicidad es tal quimera que pocos son los instantes que la vida nos permite acaso un atisbo de sueño imposible, pero tangible en algunas ocasiones. En el camino de regreso de la capital murciana, en la pupila cambiante de un turquesa que doraba la alegría acudió una fuga de nardo estrujado. Por aquella pupila habían navegado veleros de colores, lunas gigantes, potros desbocados e indumentarias de oropeles literarios, pese a la reducida talla cronológica de tan entusiasmada usuaria. 



Acomodada en el asiento trasero del utilitario de su padre, Maribel acariciaba con la magia de sus dedos inocentes la superficie ilustrada del diploma acreditativo de su primer galardón de las letras, el de un reñido e importante concurso de poesía joven. Manuel, su progenitor, un obrero de la construcción, aficionado a la caza y poco más, había sido muy escéptico respecto a las pretensiones de su adolescente hija cuando hace dos años se aventuró a remitir su poemario a la institución convocante, e incluso trató de disuadirla para evitarle una innecesaria frustración en caso de no ser  reconocida en dicho certamen. 



La escasa formación intelectual de Manuel y la sencillez  de su existencia, encorsetada en su dura actividad laboral y en atender las labores domésticas, de lunes a viernes, -dado que su compañera y madre de sus hijos reside fuera por ejercer como funcionaria de un juzgado de la provincia limítrofe-, le hicieron albergar serias dudas acerca de la capacidad de su hija para emplearse en el noble arte de la poesía. Incertidumbre que la despierta adolescente no tardó en despejar, y cuya disponibilidad para la formación y adquisición de conocimientos contrasta con la actitud de su único y menor hermano, para quien sólo existe la caza –afición heredada de su padre-  y lo demás son monsergas que no entran en sus planes futuros.



Devoradora de textos, la joven promesa de las letras no es adicta a los habituales entretenimientos ni motivos de asueto de sus correligionarios. Manuel no sale aún de su asombro cuando ve a la pandilla de su hija participar en fiestas o en conciertos, en tanto que a él sólo le requiere para que la lleve a acontecimientos o actividades vinculados con el libro. 



Uno de sus recientes desplazamientos fue al Ateneo de Madrid para asistir a la presentación del último volumen de un autor de renombre. Tras algunas horas de espera, el padre, inquieto, se decidió a buscar a su hija, quien por fin abandonó el local con el rostro iluminado y proclamando a los cuatro vientos que llevaba abrazado el tesoro más grande de su vida: el libro que se había presentado, dedicado por su autor. 



La querencia de Maribel al papel impreso alcanza tan altas cotas que su vida transcurre en la biblioteca de la Facultad donde estudia primer curso de Literatura, y siempre procura no quedar huérfana de libros. Durante una corta estancia junto a su madre en el municipio donde trabaja, la familia recibió durante un fin de semana la visita de Manuel, quien encontró a su hija muy triste. Le preguntó qué le ocurría y Maribel no tardó en desvelarlo: había leído todos los libros que había llevado consigo y ya no tenía ningún otro en que andar sus páginas. 



El padre no pudo soportar la pena de su hija e inmediatamente la llevó en busca de una librería. En la pupila mutante quedó estampado el día con un sol de fragua, como el que embelesó a Maribel cuando viajó a Moguer, donde ejercía su madre, y descubrió el alma algodonada de Juan Ramón Jiménez. 



El impagable legado de los obreros del papel no solo es patrimonio de la hija del albañil. Días atrás, un observador de banco carmelita, se percató del soporte grabado al pie de una palmera, en el antiguo convento nazarí del Carmen de los Mártires. Transeúntes y visitantes desfilaban ante el hito del suelo del jardín sin mayor miramiento ni consideración. De improviso, una niña, Esmeralda, de tan solo siete años, clavó sus ojos grandes y alegres sobre la plancha de oxidado metal con el poema grabado de Rafael Guillén “Siempre llegamos a destiempo”. 

Y como en la invocación de Leopoldo Panero del suelo espiritual de su infancia, -“Como el último rezo de un niño que se duerme/y con la voz nublada de sueño y de pureza/ se vuelve hacia Ti el silencio, yo quisiera volverme/ hacia Ti, y en tus manos desmayar mi cabeza”- la pequeña desmayó con su inocente grafía en un papel los certeros versos del entrañable Premio Nacional de Literatura. El padre de la pequeña le apremió a que se uniera al grupo familiar, momento que aprovechó el observador para felicitarle por la sensibilidad de su hija, al tiempo que le informó de que se hallaban en la ruta de los poetas del jardín carmelitano, y los condujo a la sombra del ciprés del más poeta de los santos,…y el más santo de todos los poemas, como definiera Antonio Machado a San Juan de la Cruz. Al abrigo del elevado árbol, menguado por un rayo, escribió el maestro de la mística los versos de “La noche oscura”, los que engendró en busca del amor más puro, de paz y entrega. 

Otra entrega, la de los obreros del papel –que este fin de semana han celebrado su festividad-, la de los trabajadores de la creación y el arte, no debe quedar huérfana de un mínimo símbolo, una pequeña indicación que hable de sus huellas para que las futuras Maribel y Esmeralda sepan que existieron, para que el olvido no prevalezca. Para que nunca se pierdan las huellas de nuestras letras.


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