La joya de los taberneros

“Un domingo de marzo, como ayer, el tabernero llamó por sorpresa a la puerta de Sándor“

José Luis Masegosa
08:59 • 28 mar. 2022

El amarre a puerto de la flota pesquera de la pasada semana, amén de otras consecuencias, ha obligado a cerrar durante unos días a varios de los más emblemáticos establecimientos de restauración de nuestra Comunidad; en algunos casos un pequeño local de apenas un par de decenas de metros cuadrados que, en pocos años, –aun cuando cuenta con casi una cuarentena de vida-  ha despertado la atención de los más destacados cocineros y chefs de nuestro país, así como de los amantes de la gastronomía y del buen comer. Además de la calidad de los platos –sólo pescado-, su propietario se siente orgulloso de gestionar un bar-restaurante que se ha convertido en santuario de gastrónomos y críticos, desde Ferrán Adriá a José Ándres. Firmas, dedicatorias y fotografías de estos maestros de la cocina y de numerosos famosos de todos de los sectores de la sociedad han dejado la huella de su paso por estas casas. Siempre se han prodigado las tabernas, mesones y locales que, incluidos en la ruta de populares y famosos, conservan como oro en paño álbumes con fotografías, dedicatorias, firmas, comentarios, recuerdos, dibujos y toda una suerte de fetichismo gráfico de sus respectivas clientelas. 



Días atrás, cuando curioseaba en uno de estos garitos alguno de los rastros de famosos, compañeros de la pluma  y de la “alcachofa”, e integrantes de la nómina  de  gente célebre, recordé una hermosa y conmovedora historia contenida en “¡Tierra, tierra!”, el segundo libro autobiográfico de Sándor Márai, el gran autor húngaro. El relato cuenta los avatares de la vida de Poldi Krausz, un humilde tabernero de Budapest de raíces campesinas, quien regentaba la “Bodega Recóndita”, en el barrio de Tabán, donde se reunían a diario los artistas, poetas y escritores de la ciudad, incluido el propio autor de la obra. La capital húngara sufría la presión nazi en la primavera de 1944 cuando la Gestapo buscaba, detenía y deportaba por todos los rincones a los judíos y a quienes considerara enemigos del régimen. Un domingo de marzo, como ayer, el tabernero llamó por sorpresa a la puerta de Sándor, a quien entregó un paquete que llevaba envuelto en periódicos, al tiempo que le rogaba que lo guardara y lo conservara, pues le habían denunciado y  esperaba que le detuvieran en breve. Cuando el escritor abrió el paquete descubrió un sencillo álbum de firmas, el libro de oro del establecimiento conformado por frases y chistes, dedicatorias y rúbricas salidos de las manos de pintores, escritores, periodistas y una retahíla de clientes de diferente pelaje, a quienes el tabernero había pedido durante años que plasmaran lo que quisieran en aquella modesta libreta, que realmente era la joya de Poldi Krausz, como la de cualquier otro mesonero que conserve los recuerdos de sus parroquianos. Sándor Márai estimó que era muy arriesgado quedarse con el álbum, pues había previsto salir huyendo de su casa ante el temor de que los nazis la asaltaran y pudieran apoderarse del valioso legado. No se equivocó el previsor autor. En su ausencia la casa fue arrasada y sus pertenencias destrozadas.



El celo y la inseguridad de la situación llevaron al escritor a facilitar al tabernero algunas direcciones de personas fiables a las que podía confiar su tesoro. Poldi se marchó asido a su álbum. Marái no volvió a verlo nunca más, pero algún tiempo después sí se enteró de que no había podido salvar su querida joya: A los pocos días de la visita Poldi había sido detenido junto a su esposa y ambos fueron deportados a un campo de exterminio en Polonia. En su último encuentro, cuenta el escritor, “el tabernero no lloraba, pero sus ojos estaban húmedos y sus labios temblaban debajo del bigote”. A buen seguro que aquel álbum no era para su artífice un manojo de hojas de papel ilustradas. Aquellas páginas guardaban no solo el entrañable afecto que el tabernero sentía  por toda su clientela, sino que en realidad se trataba de la memoria viva de todos los habitantes de la Bodega Recóndita; el testimonio de las mejores vivencias del gerente de aquel establecimiento, sobre el que es posible que, como suelen hacer otros muchos de sus colegas, planificara su futuro y su jubilación; ese remanso que al cabo de los últimos calendarios te permite desempolvar el equipaje vital y mostrar con orgullo a tu descendencia  y a tus amistades tu obra maestra, la relación de ilustres rúbricas recolectadas a lo largo de tu existencia. Tal vez por eso lagrimaba Poldi. Quizás por eso lloramos todos. Porque perdemos nuestros más anhelados sueños y marchitamos nuestras ilusiones. Y es que las lágrimas que humedecieron sus ojos respondían a la indeleble huella que los buenos recuerdos siempre dejan en nuestras conciencias, pues como dice Márai “toda vida humana tiene algo único”. Tal vez Poldi conservara su tesoro hasta su final.








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