Los ríos y la vida

“Reconoció el afluente como el río que le vio nacer, pero ni uno ni otro eran los mismos”

José Luis Masegosa
08:59 • 14 mar. 2022

En el horizonte del tiempo se pierde como una nebulosa mi último paso por el cauce que, casi siempre rambla, sirvió de vía habitual en el tránsito -equino y rodado- que históricamente ha comunicado los términos municipales y sus núcleos poblacionales de los municipios de Oria y Albox. En la última tarde sabatina de este convulso invierno anduve sobre la franja terrera de ondulados peinados a causa del continuo paso de tractores y vehículos agrícolas. Con cierta sorpresa descubrí las nuevas casas y viviendas que ambas riberas han acogido, muchas de ellas moradas de ciudadanos ingleses y de otras nacionalidades que han adivinado en estos parajes su particular edén terrenal. La ciega mirada del almanaque me condujo, con Rainer Maria Rilke,  a aquella patria de la infancia cuando en no pocas ocasiones la rambla se tornaba furioso río y quedaba desalojada ante la inminencia de avenidas que eran avisadas al toque socorrista de cuernas y caracolas. La reiterada secuencia pervive en el disco duro de vecinos y paisanos, cuyas vidas han caminado en paralelo con el discurso del cauce, ora rambla, ora río. Y viceversa. Y es que los ríos y la vida humana siempre han ido de la mano porque ambos comparten similar discurso. Despejaba la legendaria metáfora, día atrás, un  campesino emigrado, bastante metido en calendarios e inmerso en la jubilación, a quien el regreso a su –nuestro- pueblo le indujo a volver al río de sus días azules, donde la felicidad no fue quimera ni espejismo. 



Sentado en una piedra ribereña, el hombre reconoció el afluente como el río que le vio nacer, pero ni uno ni otro eran los mismos. Han transcurrido varias décadas y las lágrimas abrieron los longevos postigos a la memoria de aquella regata estampa, bebida por el niño que fue. Allí discurrió su niñez entusiasta, sus correrías pajareras al alba, a caballo entre la admiración y la inimaginable sensación del contacto de sus manos con el plumaje de los primeros jilgueros. Los tupidos cañaverales de lanzas espigadas ocultaron su diminuta figura en las “feroces” batallas  de vaqueros y sioux, de las que él  casi siempre resultó indemne. Los álamos blancos aún abrazan las márgenes cuyas solitarias orillas se poblaban de numerosas familias que en días señalados, sobre todo en la festividad de la Pascua de Resurrección, se reunían en las “merendicas” y degustaban sobre aquellas improvisadas mesas de hules policromados  las más sabrosas recetas de la abuela o de la madre, ocasión propicia para que los impúberes  dibujaran sus rostros de mohines y  guiños por efecto de los primeros “buchitos” del vino de la tierra, tragos ingenuos de almanaques periclitados con cándidos epílogos. Inocencia que desbordaba charcas y balsas de  neófitas inmersiones  con rubores de pureza, junto a los pacientes viajes de aguadera y cántaro a lomos de borricos hasta las fuentes aledañas, donde el agua se enternecía de relinchos y crines.



 Los sauces riverenses  aún guardan en sus lloronas hojas los adioses cíclicos de cuando bachiller y había que abandonar el pequeño paraíso de libertades primarias, el juego de las canicas y las suculentas comidas del hogar para entregarse al estudio. Los anhelados regresos, como el viento de primavera, se tornaban tibios y alegres, y se antojaba que aplaudían  las adelfas, blancas y rosas, como ovacionaron el candor de los  primeros besos, la ternura de las iniciales caricias y el descubrimiento del amor. Cauce de escapadas, trayecto de juveniles aventuras e itinerario festivo de la comarca, ruta de arrieros y estraperlistas que anduvieron este camino fluvial con sus mejores cosechas. Camino también de otras tierras y otros mundos, puerta por donde se sangró la población de la diáspora, entre los que se cuenta este venido pensador asomado al balcón de su río niño.



Afiló el llanto el hombre, que sólo miraba a la orfandad hídrica del lecho y al bamboleo de las ramas de los saúcos. Sintió entonces que lloraba también su cauce, ora rambla, ora río. Lloraban al unísono los dos. Fue entonces cuando el retornado paisano me  confesó la razón de su ubicación sobre la piedra ribereña de la rambla, y el relato que antecede. Pensé por un instante que aquel improvisado interlocutor podría tener mi nombre, pues como apuntara el maestro Gómez de la Serna, “en el río pasan ahogados todos los espejos del pasado”. Y es que hoy –Día Internacional de Acción por los Ríos- como ayer, la vida puede ser caótica u ordenada, y a semejanza de la corriente cambia, se aclara o se enturbia. Río –a veces rambla- y vida cruzan tramos ondulados, entre laberintos de meandros para arribar a una vega fértil. Al fin del trayecto, tan arduo es reconocer en el río cansado y agotado que se diluye en el mar a la rambla o arroyo, como en el viejo que muere identificar al niño que hace tiempo fue. No extraña por tanto que esta metáfora tenga tantos nombres propios en la literatura, de los que me quedo con Borges: Mirar el río hecho de tiempo y agua/y recordar que el tiempo es otro río/, saber que nos perdemos como el río/ y que los rostros pasan como el agua.







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