Pasión por la tierra

“Si para todos los seres el agua es vital, más aún lo es para quienes trabajan la tierra“

José Luis Masegosa
08:59 • 07 mar. 2022

¡Qué agua más hermosa!. Es la exclamación más oída durante los últimos días entre muchos de nuestros agricultores, cautivos de la sequía de esta esquina patria, donde la desertificación es una realidad cotidiana y donde las precipitaciones, tan ansiadas como escasas, se valoran como el imprescindible oxígeno para la vida.



Si para todos los seres  el agua es vital, más aún lo es para quienes trabajan  la tierra, por lo que no hemos de extrañar su especial sensibilidad, sus desvelos y preocupaciones con la climatología. De ahí que estas buenas gentes del campo, estos agricultores sean los mejores observadores del clima y de la meteorología. Amén de los avanzados dispositivos tecnológicos destinados al estudio y análisis de las ciencias de las Tierra, los guardianes del campo se sirven de tradicionales ritos, de extravagantes métodos y, sobre todo, de la participación de otros seres del reino animal para conocer y prever los fenómenos que afectarán a sus cultivos. Días atrás, un experimentado agricultor me aseguraba que el canto nocturno del gallo en doce veces sucesivas anuncia lluvia segura, así como los trinos persistentes del pájaro carpintero.



Algo escéptico por tan extravagantes métodos predictivos, durante las últimas vigilias agudicé dos de mis cinco sentidos, y, en efecto, las precipitaciones han ratificado el augurio del gallo de mis vecinos  que durante las noches previas al pasado viernes no se mostró perezoso y entonó su quiquiriquí como si estuviera deglutiendo las doce uvas de la suerte. Y así lo han vuelto a ratificar los sucesivos chaparrones que han aportado una dosis de alegría al rural paisanaje de mi entorno.



¡Qué agua más hermosa!, exclama por enésima vez mi amigo Juan, quien, como si se dejara llevar por un reloj de arena, aparece de cuando en tarde a la puerta de su casa, otea el cielo, se deja bautizar por algunas de las incesantes gotas, antes de que se suiciden en el suelo, y con satisfactoria expresión retorna a sus aposentos. No es que el líquido maná sea muy imprescindible para el sustento del ocasional hortelano, que él vive de la música, pero sí es un concienciado hombre del campo, como otros muchos.



Uno de estos militantes labriegos es Antonio, un tardío octogenario que habla de su trayectoria  profesional con inusitada pasión, como si la vida le hubiera ido en ello. Nacido y criado bajo el paraguas de launa de una casa alpujarreña, este hombre, desbordante de empatía,  ha vivido un largo peritajes de afanes ocupacionales hasta besar la tierra, su único medio por él reconocido. Hijo de un campesino que supo arañar subsistencia a la tierra herida de las terrazas  de la Alpujarra, Antonio niño nunca quiso estudiar, en contra de las óptimas expectativas y aptitudes que su maestro le reconocía y que con periódica insistencia trasladaba a su progenitor. El bueno de don Armando quería, a sus entendederas, lo mejor para su alumno, por lo que con el fin de despertar su interés por el estudio le encargaba frecuentemente la atención e impartición de algunas enseñanzas para los más pequeños de aquella escuela unitaria de pueblo. En incontables conversaciones, don Armando trató de persuadir al padre de Antonio para que éste se dedicara al estudio y no tuviera que emplearse en el más duro y “peor oficio del mundo”.



Con no pocos esfuerzos, padre y maestro convencieron al adolescente, quien con gran sacrificio ingresó en un internado de la capital y cursó Magisterio, título que no llegó a ejercer, además de por ausencia de interés, porque fue llamado a filas para cumplir el obligatorio servicio militar. Ayudante de un capitán, el mozo alpujarreño fue escalando grados, sin entusiasmo alguno, hasta que llegó a comandante de infantería. Este nato conversador de ojos sin disfraces y manos erosionadas no puede negar la verdad cuando la desnuda; de nada sirvieron las sabias consejas de su padre, los recordatorios del maestro ni las súplicas de María, su mujer y compañera. Antonio, el maestro no ejerciente, el comandante postizo, despertó una  mañana a la vida orlado con los besos de su propia identidad, y no dudó en colgar los galones y desprenderse de todos los corsés que le habían aprisionado. 



Antonio, el labrador frustrado, retornó a su cielo y a su tierra, donde se bañó en un mar de sudores cumplidos. Hizo germinar las viñas y florecer los almendros, se enfrentó a muchos contratiempos y adversidades, pero adquirió nuevos cultivos que alumbró de frutales, hortalizas y legumbres que le han proporcionado medios para subsistir, y, sobre todo, le han permitido andar el camino de su sueño campesino –el peor oficio del mundo, en palabras de don Armando-  y acariciar su pasión, la tierra. 




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