El tiempo a solas

“Este año, más que nunca: ¡Diles que les quieres!”

José Luis Masegosa
07:00 • 26 jul. 2021

Muchos de ellos recibieron las herencias de los sudores periclitados, pero nunca se alejaron de los desvelos  de su rol. No en vano, han sido y son, en numerosos casos,  el sostén de su descendencia, el socorrido recurso que todos los meses ha llegado presto para la subsistencia de la progenie, para aliviar las penosas y duras cargas de los hogares aledaños. Entre ellos se buscan, a veces sin encontrarse, y desahogan sus penas al viento de oídos  amigos por razón de vecindad. A algunos la vida se les ha hecho corta de tanto representar a sus personajes, en el ámbito personal  y en el campo de su actividad laboral o profesional, cuando la han tenido. Otros están más que de vuelta y tan sólo penden del hilo vital de sus cuidadores y asistentes. 








Muchas de estas personas residen  en  centros asistenciales porque les llevan, y, en no pocos casos, en contra de su propia voluntad. Te lo cuentan a poco que les saludes en las cercanías de los establecimientos o en los habituales lugares de encuentro a los que acuden de manera asidua. La casuística de situaciones y de experiencias pretéritas es  frecuente entre ellos, al igual que las cuestiones o asuntos que conforman los guiones  de su particular terapia cotidiana. La mayoría ha dado todo cuanto ha tenido: su cariño y afecto, su sabiduría y sus bienes. Hablan desde la resignación y cuentan mil y una historias de sus hijos, nietos y bisnietos, del patriarcado o matriarcado que han ejercido con un profundo sentimiento de clan, de cuando el pasado era diferente, con sus cosas buenas y malas, de sus difíciles infancias en  tiempos de odio y rencores, del paso por la inexistente adolescencia o de la mocedad, e incluso de la primera novia y del primer beso. En las conversaciones  con estos templos vivientes no faltan las anécdotas y los recuerdos de otros paisanos que ya no están.






Durante décadas, estos seres de manos curtidas con trazas grietas y plateadas testas, prietas de sapiencia y sentido común, constituían con digna honestidad la columna vertebral de aquellas casas vestidas de cal y habitadas de honradez. Eran viviendas de sólidas paredes, donde se adormecía el hambre con las viandas del ajuar animal que, anexo a los hogares, conformaba el paisaje familiar de nuestros pueblos. Ya entonces, como sucede ahora, estos abuelos ocupaban los imprescindibles pilares del mantenimiento de muchas familias, esas que han parido las generaciones que, años después, se han visto abocadas a contar con las aportaciones de los más viejos para subsistir en un panorama frustrante para tantos integrantes de dichas generaciones. La historia ha vuelto a mostrarse en una reiterada estampa, tal cual la ruleta de la vida deparó en tiempos pretéritos. 



 



A estos abuelos, que dormitan entre pavesas de chimeneas en los periodos de frío, calientan sus huesos con los rayos de primavera y cobijan sus sepias historias vitales a la sombra de las viejas acacias y de los jóvenes chopos de plazas y parques, ya no les llaman “tío”, una palabra que utilizan los jóvenes para aplicarla a cualquier saltimbanqui noctívago, cuando dicho vocablo siempre fue usado como el aperitivo del nombre propio a modo de un trato de gran respeto y de reconocimiento, un apelativo del hombre de peso, de la persona cabal digna de todos los honores. Nuestro tiempo reciente ha representado, de alguna forma, una sala de espera por la que han desfilado miles y miles de abuelos con diferente suerte; unos han esquivado con éxito las innumerables cornadas de la vida, pero no han logrado superar las embestidas de la pandemia y se han ido pronto, demasiado pronto siempre, otros han sido más afortunados.


A los que se fueron y a los que aún están entre nosotros se les dedica la jornada de hoy, festividad de San Joaquín y Santa Ana, bajo el lema “Este año, más que nunca:¡Diles que les quieres!”. En realidad todos los días deberían estar dedicados a los abuelos, a los vivos, a los ausentes y a los desconocidos, a esos hijos de la soledad más que nadie, tan olvidados por propios y allegados, que pasan, como  les canta “La Oreja de Van Gogh” el tiempo a solas: “Paso el tiempo muerto a solas/Descifrando a Dios/Muerto el tiempo, muerto el corazón…Y si pudiera ir donde estás/Coger tu mano y cara a cara volar/ Te diría que te quiero sin piedad”. Es el tiempo a solas.


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