Un año de Covid en Almería: sombras y luces

Pedro Manuel de La Cruz
07:00 • 14 mar. 2021

Fue el 7 de marzo y en el panel de llegadas del Aeropuerto de Málaga el reloj digital marcaba las 23 horas cuando llamé a Juan de la Cruz. Carmen regresaba desde Perugia tras el cierre apresurado de su universidad por el aumento vertiginoso de casos detectados en Italia y quería saber, por responsabilidad ciudadana, qué había que hacer tras volar desde una de las zonas afectadas por el entonces casi desconocido Covid 19. 



- Estamos tranquilos, aunque hay que estar atentos; puede que con cumplir las medidas tengamos suficiente. Estamos haciendo pruebas a todos los que vienen de países con contagios y tienen síntomas. En principio no hay que alarmarse, pero…



El último informe epidemiológico que tenía aquella noche sobre la mesa el delegado de Salud sólo contabilizada dos casos en toda la provincia. 24 horas más tarde, ya eran 4 los positivos detectados. La progresión casi geométrica había comenzado. Una semana después, el 14 de marzo, el Consejo de Ministros declaraba el Estado de Alarma y el confinamiento total del país. La guerra contra el virus había comenzado. Empezaba así una espiral ininterrumpida de contagios, un huracán interminable de positivos que ayer, un año y siete días después, ya superaba los 46.400. Nadie podía pensar entonces la tormenta perfecta que se avecinaba. Nunca unos puntos suspensivos – no hay que alarmarse, pero…- encerraron tanto dolor y tantas lágrimas: la mayor catástrofe sanitaria de los últimos cien años y la mayor crisis económica desde la Segunda Guerra Mundial.



Desde aquellos días llenos de incertidumbre, primero unas decenas, después algunos centenares y, más tarde, todo el personal sanitario de la provincia conformaron un ejército de 8.735 hombres y mujeres que, desde entonces y desde los tres hospitales públicos, los tres distritos sanitarios y EPES, no han parado de luchar en el frente de batalla contra el virus.



La primera ola les sorprendió en medio del desconcierto. Sabían cual era su objetivo- minimizar el impacto, salvar vidas-, pero desconocían cómo hacerlo. El bombardeo de casos les cogió sin munición, no solo de ataque, con tratamientos efectivos, sino de defensa, sin mascarillas y sin equipos de protección. Equipados con una voluntad inquebrantable salieron al campo abierto de la batalla.



En aquellos meses y con el carácter de urgencia que demandaba la situación, se blindaron las residencias de mayores, siendo la primera provincia de España que medicalizó cuatro centros de mayores. En pocas semanas, Salud distribuyó en residencias y centros sociosanitarios 101.800 mascarillas; 31.700 guantes; 2.025 litros de hidroalcohol y 440 pantallas. Diputación, por su parte, ha distribuido desde entonces 2.800.000 mascarillas entre los 103 municipios de la provincia y, además, aportaron apoyo económico para la desinfección y otras estrategias para frenar la propagación del virus. El aislamiento casi insular y la escasa movilidad situaron a Almería entre las provincias con menos positivos de todo el país.



Una situación que cambió con la llegada de la segunda ola. Ya no fueron las residencias las más afectadas. Agosto comenzó con un aumento de casos relacionados con el ocio nocturno, sobre todo en el levante. La consideración de territorio libre de Covid atrajo a miles de visitantes, aumentando la movilidad y la relajación en los comportamientos preventivos. El coctel explosivo estaba preparado. La aparición de algunos brotes importantes en el área agrícola cerró el círculo de unos meses con un alto nivel de incidencia. La relativa tranquilidad de la primavera se tornó tormenta en otoño. 



El huracán llegó tras la Navidad. La relajación de aquellas semanas festivas, la alta movilidad y la cepa británica desembocaron en unas semanas de invierno explosivas. Desde el 20 de enero al 13 de marzo, 17.542 almerienses enfermaron, 1.224 fueron hospitalizados y 350 fallecieron. El coste de la estupidez de “salvar la Navidad” es tan estremecedor que no necesita comentario.

Ha pasado un año y siete días (parece como una condena que todavía no ha llegado a su fin) desde aquella semana de marzo, tan lejos y tan cerca, en la que todo (y en todas partes) parecía controlable y, sin embargo, todo acabó incontrolado. El mundo ha cambiado tan frenéticamente como nunca lo había hecho a lo largo de la historia. Cuando creíamos, como escribió Benedetti, que teníamos todas las respuestas, en apenas un puñado de horas nos dimos cuenta de que nos habían cambiado las preguntas. 

Puede parecer un sarcasmo, pero un virus, un maldito virus, va a acabar haciendo más por la globalización, la digitalización, la inteligencia artificial, la investigación compartida y la conciencia equivocada de invulnerabilidad del ser humano, que miles de proclamas apelando a su desarrollo para mejorar la sociedad presente y futura.


El proverbio oriental que sostiene que el aleteo de una mariposa en China puede provocar un huracán en el Caribe no solo ha demostrado su consistencia, sino que ha ampliado su onda expansiva a los cinco continentes. Nunca como ahora nuestra aldea no ha sido el mundo, sino el mundo nuestra aldea. Nunca un poblado de África compartió la misma amenaza que una calle en Nueva York. Nunca una pedanía de Níjar vivió la misma amenaza que una aldea de Perú.


Pero es este concepto afortunadamente irremediable de la globalización lo que obliga a poner el foco en quienes durante estos meses han ciudado para que los destrozos de la pandemia no hayan sido y no sean mayores. En Almería esos trabajadores sanitarios y muchos miles más que desde las trincheras de la primera y segunda línea han acudido, a veces con miedo, pero siempre puntuales, a proteger a los que precisaban ayuda.


En el discurso de Marco Antonio ante el cadáver de César escribió Shakespeare que el mal que hacen los hombres les sobrevive, mientras que el bien suele quedar sepultado con sus huesos. A lo largo de este año hemos asistido a una trivialización abrumadora de la tormenta en la que estamos inmersos. La balacera política y entre instituciones ha sido y continúa siendo tan irresponsable que su estruendo ha oscurecido la batalla cuerpo a cuerpo contra el virus de quienes han estado en la primera línea de la lucha científica y de los cuidados humanos.


España no es un país ingobernable; es un país gobernado, desde el poder y desde la oposición, por una clase política adolescente, sin sentido de la responsabilidad, sin estrategia y sin proyecto de país. Si alguien tiene dudas, que mire lo que ha ocurrido en Murcia y Madrid esta semana: decenas de muertos cada día en sus hospitales mientras parte de la clase política jugando a la ruleta rusa de las mociones de censura o del adelanto electoral; pero, eso sí, apuntando el cañón a la sien de los ciudadanos, que son, al cabo, quienes sufren las consecuencias de su imperdonable irresponsabilidad.


Una irresponsabilidad que, justo es decirlo, no se ha producido en ninguna de las instituciones provinciales y locales -Almería ha sido y es un ejemplo en esa elogiable actitud-, que, desde el primer momento, han sabido estar a la altura de las circunstancias dramáticas con las que convivimos. 


Entre la gestión de alcaldes y concejales de ciudades y pueblos y la hoguera de las ambiciones personales del foro político y mediático madrileño hay la misma diferencia abismal que separa a los que, ante un problema buscan una solución, y los que, ante una solución, crean un problema.


Esa es la gran distancia que separa a los que están para servir, de los que no sirven para estar. A ver si los ciudadanos nos damos cuenta ya.


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