Las dos Españas

Nueva entrega de la serie ‘La última francachela’

Ciudades como Barcelona han encadenado varias noches de disturbios en protesta por el encarcelamiento del rapero Pablo Hásel.
Ciudades como Barcelona han encadenado varias noches de disturbios en protesta por el encarcelamiento del rapero Pablo Hásel. Europa Press
Cristina Torres Ripoll
07:00 • 25 feb. 2021

Manifestarse está de moda, aunque parece ser que cuando lo hace la izquierda el país acaba en llamas o desata una pandemia. Y, claro está, será la derecha, en este caso VOX, los que replanteen nuevas efemérides a estas manifestaciones. Por ejemplo, el próximo 8 de marzo dejará de conmemorar a la mujer para convertirse en el Día nacional de las víctimas del coronavirus. Tranquilos, no empiecen con el avituallamiento propio del manifestante radical de izquierdas, aún no se ha aprobado. No es necesario seguir quemando contenedores y más con lo que nos ha costado que la gente empiece a reciclar. ¿Y febrero? Me pregunto: ¿dejará de ser el mes del amor para convertirse en el del rapero mártir? ¿Cambiaremos cenas románticas por lanzamientos de adoquines? No lo veo disparatado. Si lo piensan bien, la expresión “tirar los tiestos a alguien” alude a cuando las muchachas dejaban caer las macetas -tiestos- desde el balcón a la calle para llamar la atención del enamorado. Lo que no sé es si luego saqueaban los bienes del pretendiente como los vándalos de estas últimas manifestaciones.



A mí Pablo Hasél, ese que aboga por la libertad de expresión, nunca me ha caído simpático, pero no me gustaría que le pegasen un tiro en la nuca por ello. Valorarlo como artista no me compete, ni juzgarlo por las ignominias profesadas. Y no es que no haya prestado atención a sus letras o a la supuesta injusticia que se comete al encarcelarlo. Ni siquiera siento empatía por él. Me parece un fanfarrón, pero insisto: no le pegaría un tiro en la nuca del mismo modo que no le sumaría una condena por el vandalismo que acarreó su entrada a prisión.



Recuerdo mi primera manifestación. Fue durante el instituto y por unos cambios en el sistema de estudios. Al llegar al punto de encuentro, descubrimos que aquella “protesta estudiantil” no era tan multitudinaria como solía parecer por la tele y decidimos marchar a desayunar. La reivindicación se convirtió en una excusa para hacer pellas. Créanme si les digo que nunca tuve una personalidad militante. Ya de adulta, me limito a secundar manifestaciones tranquilas por las causas que considero. Por ejemplo, las del 8-M. Aunque después de ser, como algunos afirman, la causa de la pandemia en España, no sé si se puede seguir catalogando de tranquila.  



No he conocido más diversidad que aquella que se aloja en las dos Españas. Esa que nos sitúa a la izquierda o a la derecha y que condiciona la bandera que cuelga de nuestro balcón, dividiéndonos en causas comunes como la lucha feminista, la pandemia o, más recientemente, la libertad de expresión. Vivo en esas dos Españas, donde la izquierda es cultura, pero también radical, vandálica, trapera y republicana; y la derecha es casposa, machista, coplera, taurina y monárquica. Dos Españas que inventaron el concepto de apropiación cultural antes de que se le pudiese reprochar nada a Rosalía. Mis Españas ahora han evolucionado y ya no se cuestiona si una está a la derecha o a la izquierda, si eres de toros o contenedores quemados, de banderita o cóctel molotov, sino si eres fascista o antifascista. ¿Por qué no se puede ser republicano y patriota a la vez? ¿Qué tendrá que ver el negacionismo con la derecha? ¿Desde cuándo la libertad de expresión pasa por saquear y delinquir? Las cosas se han vuelto tan raras que, de aquellas dos Españas en las que vivo, no me reflejo en ninguna. Quizás salga a manifestarme ahora que se ha puesto de moda.







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