Reflexiones desde mi confinamiento (y 3)

Alfonso Rubí Cassinello
22:59 • 04 jun. 2020 / actualizado a las 07:00 • 05 jun. 2020

El tercer ámbito sobre el que reflexionar en estos días que hemos tenido de retiro impuesto es el de la necesaria regeneración democrática. Nuestro sistema de gobierno hace tiempo que presenta síntomas de agotamiento. Se ha ido produciendo un desgaste progresivo de nuestra democracia, provocado por la instauración de la mediocridad y de la corrupción, y por la prevalencia de intereses particulares sobre los generales, que es lo que Rousseau señalaba en el Contrato Social como principal indicador de degeneración democrática.


La degradación de la democracia tiene su fundamento en la usurpación que los partidos políticos han hecho de la soberanía nacional que, según el artº 1 de nuestra Constitución, reside en el pueblo, es decir en todos y cada uno de los ciudadanos españoles. El objetivo de los partidos ha pasado a ser alcanzar el poder, sirviendo a los intereses del partido por encima del interés común. Este fin justifica los medios: se prefiere la fidelidad a la eficacia, y se demoniza todo lo que pueda obstaculizar la consecución del poder y retenerlo.


Esta deriva pervierte la democracia convirtiéndola en partitocracia y favorece el ascenso de las masas en el entramado social, y con ellas la imposición de la mediocridad que genera la pérdida progresiva de la excelencia. Los mediocres encaramados al poder están dispuestos a hacer lo que haga falta para mantenerse en la posición privilegiada que les ha facilitado su partido, y son por lo tanto proclives a la corrupción, a la prevaricación, al nepotismo y a cualesquiera otras prácticas que beneficien al partido y a ellos mismos.



Así se va masificando el sistema, que se convierte en mediocracia (oclocracia la llamaron Aristóteles y Polibio) apoyada en la demagogia y el populismo. Se resiente con ello el proyecto común de convivencia, lo que provoca fuerzas centrífugas en el entramado social que favorecen el desarrollo de los extremismos y los independentismos, de cuya aparición son responsables los que han provocado la perversión y degradación de la democracia.Invertir este proceso exige adoptar una serie de decisiones que los partidos no van a promover ni apoyar porque eso significaría la pérdida de sus privilegios. Corresponde por lo tanto a la sociedad civil recuperar la soberanía que se les ha usurpado, reconvirtiendo la democracia representativa en participativa. La participación no consiste en preguntar algunas cosas a algunos ciudadanos, algunas veces, sino en establecer en el sistema de toma de decisiones mecanismos que permitan influir en ellas y controlarlas. 


La teoría política de Tocqueville y Habermas, y sobre todo la insistente doctrina de la Unión Europea sobre la gobernanza en los últimos treinta años, se han concretado en varias disposiciones legales, como la Ley 57/2003 conocida como Ley de Grandes Ciudades, que define esos mecanismos, pero que permanece sin aplicar a pesar de llevar 17 años vigente



Este cambio es imprescindible para que nuestra convivencia se fundamente en la justicia, en el rechazo de la marginación y de la exclusión, y para alcanzar cotas cada vez mayores de progreso. Para esto aconsejaba Ortega que pensáramos en grande y miráramos lejos, es decir que evitáramos la falta de ambición y el cortoplacismo. Sugerencia interesante para la reconstrucción del país que deberemos emprender tras superar la pandemia.         


La receta es por lo tanto: transformación personal a través de la recuperación de valores individuales, de nuestro sistema de convivencia mediante valores colectivos y destacando la excelencia, y el cambio de los métodos y reglas de la gobernanza que permita pasar de un régimen democrático representativo al participativo, aunque parezcan objetivos utópicos.





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