El lidiador de la pobreza

José Luis Masegosa
07:00 • 14 oct. 2019

En el último informe FOESSA sobre exclusión y desarrollo social en Andalucía, presentado a primeros de mes por Cáritas, se subraya que 750.000 andaluces viven en la pobreza severa, después de pagar gastos de hipotecas, alquileres o suministros como el gas, la luz o el agua. Asimismo, Cáritas advierte que un millón y medio de andaluces viven en situación de exclusión. El detallado y exhaustivo informe aporta numerosos datos sobre la pobreza que se expande por el mapa andaluz. Una pobreza que en nuestra tierra ha sido secular y para salir de ella han sido necesarios, en muchos casos, ingenio y, en ocasiones, valentía, coraje, suerte y, a veces,  hasta el tributo de la propia vida. Es el precio que hubo de pagar el torero Manuel García Cuesta “El Espartero”, un hijo de la pobreza que se hizo rico y célebre con su oficio taurino que tan solo ejerció durante nueve años, ya que  apenas había llegado a la treintena cuando  murió en Madrid, en 1894, tras ser cogido por el “Miura”  “Perdigón”. Bien sabía de miserias y pobreza el valiente y generoso diestro sevillano, a quien se debe la reputada frase “más cornás da el hambre”, respuesta que dio a una periodista cuando le preguntó si valía la pena arriesgar tanto en la plaza.

Décadas después de la muerte de” El Espartero” nació un niño almeriense en el seno de una familia pobre de solemnidad, residente en una cochambrosa corrala de barrio que sobrevivía gracias a la caridad y a la recogida de collejas  y otros vegetales comestibles. Acogido en un centro educativo, apenas si el pequeño pudo recibir una formación básica, dado que tan sólo contaba con una hermana que fue dada en adopción, en tanto que él siempre quedó al regazo de su madre, a quien llevaba las colillas que rebuscaba en la calle para reutilizar el tabaco que contenían y que la progenitora vendía en un puesto callejero. Desde muy corta edad, el niño fue un hijo de la calle que deambulaba por los rincones de la ciudad, en concreto por las proximidades de la Plaza de Toros, donde un día, como otros muchos niños del lumpen, cayó en la cuenta de que la única salida que tenía para librar a su familia del hambre era manejando el capote y la muleta. La necesidad le había despertado un sueño: quería ser torero, pero había que tener mucho valor, cualidad que él creía que no le faltaba. El soñador niño del albero frecuentaba los cafés y ambientes taurinos y, por supuesto, en las vísperas de los días de festejos taurinos se dejaba caer por las inmediaciones de los corrales de la plaza, donde fantaseaba espantar la pobreza de su casa. Convencido de su valía, hizo del patio de la corrala el mejor coso y del delantal de su madre el más hábil capote, con el que burlaba los envites de sus amigos que actuaban de astados, por lo que la vecindad le renombró como “Juanito, el torero” Mientras llegaba su oportunidad, el jovenzuelo anduvo de recadero y mandadero de colmados, cenobios  y conventos. 

Un inesperado día de sorteo, Juanito constató visualmente las dimensiones reales y el volumen de los morlacos. La impresión fue tal que, de inmediato, se olvidó de su valor, aunque no de “las cornás del hambre”. Supo, entonces, que no podría ser torero para liberar a su madre de la miseria, pero el gusanillo de la fiesta no lo perdió nunca. Mantuvo el arte en sus venas y vivió de sus recados y mandados hasta que dispuso de una ayuda social. Con el porte y la elegancia que solo gastan los maestros del arte de Cuchares, Juanito, ya octogenario, paseaba todos los días su elegante figura por las calles de la ciudad. Hace unos años se tropezó con una inquieta cámara que buscaba la dignidad de los abuelos andaluces que nunca tuvieron lo que a sus nietos les sobra hoy. “Juanito el torero” abrió su corazón de par en par y confío  su equivocación porque quería haber sido matador, no solo de reses, sino del hambre. Conocida su vida, el ávido retratista proporcionó un traje de luces al frustrado torero, quien, enfundado con tan resplandeciente atuendo,  mientras articulaba diversos lances, hizo una última confesión: “Ya sí soy matador”. “Juanito, el torero” se fue de este ruedo, pero seguro  que ahora  lidia a la pobreza en algún albero de sueños cumplidos. 






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