Por lo menos, salvemos los muebles

Cuando dentro de unos meses los estornudos económicos que estamos escuchando se conviertan finalmente en un trancazo en toda regla, es probable que nos acordemos de todos los meses que llevamos entre dimes y diretes y sin los anclajes de seguridad que proporciona el tener un gobierno funcionando y no en funciones. ¿Se puede permitir un país el lujo de ponerse en modo espera mientras los políticos elegidos se enmarañan en sus cálculos y en sus egos? ¿Somos conscientes de lo que nos están costando todos estos meses de impostación y palabrería? Evidentemente, no. Y eso, que ya es malo, no es a mi juicio lo peor.

Lo que más debería preocuparnos es que una eventual repetición de elecciones, consecuencia del cálculo interesado del presidente Falcon para acomodarse en su vuelo presidencial, nos va a dejar en una situación muy parecida a la actual. No parece probable que una nueva consulta en las urnas acabe arrojando un resultado que permita la articulación de mayorías sólidas, que es el único modo de gobernar razonablemente.

¿Se imaginan el once de noviembre de nuevo en la casilla de salida? Pero mientras llega ese momento, piensen en esta otra paradoja. Vivimos en en una sociedad en la que casi todo funciona dentro de los márgenes previstos por una obsolescencia calculada: los bienes y servicios tienen un ciclo de vigencia calculado para hacer de su necesaria renovación un motor de impulso y crecimiento. Ya nada dura y todo cambia, pero nos seguimos rigiendo políticamente por un sistema obsoleto, diseñado para una realidad que ya no existe y cuya aplicación ha acabado convirtiéndose en un factor limitante de nuestro desarrollo democrático. Si de todo este lamentable espectáculo surgiera al menos el acuerdo para cambiar las reglas de juego y modernizar las leyes electorales introduciendo una segunda vuelta o algún mecanismo que evite estos bloqueos, por lo menos habríamos salvado los muebles. Pero no parece algo probable.