Pasaporte del Almanzora

José Luis Masegosa
01:00 • 17 jul. 2017

Él nunca olvidará aquella tarde que abría la paleta sepia de los chopos del camino, tantas veces vencido en la camioneta que hacía las veces de correo diario desde el pueblo, kilómetros arriba, hasta la gris estación, donde el conductor recogía viajeros y envíos. Él nunca olvidará aquella tarde amarilla bajo la sombra de la marquesina que tantas historias y tantas vidas cobijó. Media España pasaba hambre y la otra media se enriquecía sin escrúpulos, al albur de los favores del régimen. A él le había tocado nacer y crecer en el Sur, donde las carencias golpearon con dureza y donde las puertas para sobrevivir eran muy escasas. Sólo había una abierta siempre: la de la diáspora, la emigración y el olvido. 
Como en el caso de otras muchas familias, él partió primero para abrir camino, para lograr unos pequeños ahorros con los que buscar algún alquiler barato y regresar a por sus seres queridos. Sólo había viajado una vez en aquel vetusto tren, que en la comarca llamaban “el granaino”, o “el que viene de arriba”, porque en dirección al levante, desde Baza hacía el oeste, consideraban que era la parte de “arriba”. No fue el único que había elegido aquel día para partir hacía un lugar desconocido, en donde un paisano adelantado le había buscado un puesto de peón en la construcción de un complejo de viviendas de Mataró. Asido a su estropeada maleta subió al “granaino”, entre apresuradas prisas, en tanto sostenía con su mano izquierda una cesta de mimbre donde guardaba algunas viandas: un trozo de tocino, queso en aceite, una hogaza de pan y dos o tres manzanas. Cuando el tren reinició la marcha, en la estación de Almanzora, iba repleto de viajeros, por lo que algunos usuarios se habían acomodado en los pasillos, sentados sobre sus desvencijados equipajes, en tanto que otros fumaban apostados en las ventanas.
 Dos décadas después, sentados en aquellos bancos de listones de madera de los vagones de tercera, mi paisano Juan me describió su primer viaje a Cataluña, antes de que yo me apeara de “el granaíno” en Alcantarilla, donde tenía que hacer trasbordo al expreso  de Murcia que debía llevarme a Madrid. Juan y su familia fueron unos más de la amplia nómina de andaluces, almerienses en este caso, y ciudadanos del Almanzora, que tuvieron que dejar su casa y sus gentes para sobrevivir a la injusticia de una tierra abandonada y vilipendiada, una comarca que pese al tiempo y a los esfuerzos empeñados no ha podido cicatrizar la herida de la merma demográfica de las décadas de los cincuenta, de los sesenta y hasta de los setenta. Los pequeños pueblos del Almanzora nunca volverán a ser los mismos. Parte de sus vidas habita en el Levante, Cataluña, Alemania o Suiza, entre otros muchos destinos, adonde llegaron miles de paisanos que partieron por la misma vía férrea,la de Guadix-Almendricos, esa que ahora, transformada en vía verde, es disfrutada por senderistas y ciclistas. Una vía cuyas estaciones se enjugaron con lágrimas y en las que durante muchos años se expendió un amargo pasaporte, el del Almanzora. 







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