Hechos polvo

La Iglesia Católica ha prohibido la dispersión de las cenizas de los cadáveres incinerados. ¿Cómo puede castigarse a un muerto por algo que &

Fausto Romero-Miura Giménez
23:59 • 30 oct. 2016

La Iglesia Católica ha prohibido que las cenizas de los cadáveres incinerados se conserven fuera de los cementerios o de las iglesias: en el hogar, su división entre los familiares, la dispersión en el aire, en la tierra, en el agua o en cualquier otra forma, y su conversión en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos. 
La nueva doctrina, obra del Inquisidor Jefe, el Cardenal alemán Gerhard Müller -¿discípulo del ultramontano Ratzinger?-, se contiene en la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe –el antiguo Santo Oficio, de siniestro recuerdo- “Ad resurgendum cum Christo”,  (“para resucitar con Cristo”) y se orienta a frenar “la propagación de nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia… Evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista”. 
Con la sepultura en los cementerios o lugares sagrados –dice- “la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne”, aunque no prohíbe la cremación porque “no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo.”  Pero, añade, “en caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias”
Me hago una pregunta muy elemental: si el muerto no puede hacer nada precisamente porque se ha muerto -“es cadáver, es polvo, es sombra, es nada”-, ¿cómo va a impedir que alguien disponga de su cuerpo como quiera? Por ejemplo, que lo queme y disperse sus cenizas. ¿Por qué, en ese caso, se castiga al muerto –algo imposible por demás- a la condenación eterna al quedarse sin funeral arreglalotodo? Aparte, claro, de que yo no entienda que un oficio religioso tras la muerte de una persona baste para ganarle el Paraíso por muy bandido que haya sido. Cualquier recompensa posible habría de conseguirse, personalmente y en vida, por el principio de mérito. Por ello, le he dicho a mis hijos que, cuando me muera, no haya oficio religioso alguno. ¡Si la Iglesia, además, me privará de él...!
Me ha sorprendido muy desfavorablemente que este Papa, tan de hoy, tan luchador social, tan normal, tan pastor de ovejas vivas, se haya metido en ese pantano -¿la Iglesia haciendo lobby en favor de las concesionarias de los cementerios?; puede crear  problemas insolubles, incluso económicos- y retornado a la injerencia absoluta no ya en nuestra vida, sino precisamente en la no vida: cuando nos hayan convertido en polvo ceniciento.
¡Son ganas!
Y, claro, con estas cosas, me alejo del catolicismo. Cristo –cristiano, sí soy, fervoroso seguidor de su mensaje humano; y devoto de la Virgen- no se ocupó de esas cosas. Sólo dijo que fuéramos buena gente y que nos amáramos.
El Cardenal alemán ha dicho: “Los muertos no son propiedad de los familiares, son hijos de Dios, forman parte de Dios y esperan en un camposanto su resurrección”, lo que daría a entender que, si no están en un camposanto, no resucitarán.
Soy un racionalista –virtud equivale a razón, decía Maquiavelo- y, por tanto, no creo en los dogmas y sólo estoy convencido de lo que conozco. Y no conozco haber sido algo cuando era nada –es decir, antes de nacer- por lo que descarto ser ahora la reencarnación de vidas anteriores; y no alcanzo a imaginar que haya nada después de la muerte: no tengo ningún testimonio fiable de alguien que haya retornado de ella, y no creo, en absoluto, en la resurrección de la carne: ¿con cuántos años resucitaría, soltero, abuelo, hablando en qué idioma, dónde viviría, habrá políticos...?
Los Panchos sabían que la eternidad es “mil años, muchos más” y que los enamorados seguirán queriéndose. Yo, no sé nada: la idea misma de eternidad me aterra.
No creer en otra vida tras la muerte –la del usufructuario de la vida extingue su usufructo vitalicio- me hace más vitalista: el paraíso he de conseguirlo aquí, instante a instante pues, como dice Benedetti, un instante es un copioso universo. 
Por coherencia personal, también le he pedido a mis hijos que, cuando me muera, me quemen, para evitarles el latazo de tener que venir a Almería de vez en cuando a llevar flores a mi tumba, y que, una vez quemado, le digan a los de la funeraria que echen las cenizas al basurero. O, si aparece algún amigo de Berja y/o de Macael, le den un puñaillo para que las tiren por allí. Y que, si a algún hospital le interesa mi cuerpo para investigar, se lo regalen…
Si lo dice el sabio Don Quijote: todo es morir y acabose la obra. Y lo remacha Jorge Manrique: después de morir no hay otro mal ni penar. 
Yo, volatilizado, quedaré en el recuerdo, mientras dure, de quienes me han querido. 
Y habré dejado de no entender a la Iglesia católica.


Cambio total


Ha sido necesario atrasar la hora para que adelante la política. Podíamos haber retrocedido hasta diciembre y evitado el problema generado por el delirio del testarudo, narcisista y diletante zurupeto político Pedro Sánchez, incapaz de aceptar los resultados (políticos y orgánicos) de las urnas, en su caso, políticamente funerarias.
Quien no entendió el no es no fue él. Rajoy sólo tuvo que sentarse a ver pasar su cadáver.
Rajoy, Presidente. El PSOE, arruinado y roto. Él, muerto. ¡Viva la inteligencia!




Lágrimas saladas


Es el título de la novela de Luis Caparrós que presentamos el viernes en la Librería Picasso. La historia, hermosa, de una familia de Purchena desde el siglo IX al XVI, llena, por tanto, de sucesos, gastronomía, aventuras, amores, contados en el español, rico y sensual, de la época, que el autor ha recreado.
La novela es, además, una especie de catecismo sobre valores morales de convivencia e igualdad de mujeres y hombres. Una sucesión continua e interesante de preguntas y respuestas sobre el alma humana.




Niños aulladores


El miércoles día 26, a la una de la tarde, en la Puerta de Purchena, junto a la estatua del benemérito filósofo y ciudadano ejemplar D. Nicolás Salmerón, una panda de mozalbetes de unos catorce años, enarbolando una bandera republicana, aullaban –se supone que contra la Lomce-alzaprimados, megáfono en mano, por un veinteañero,  “Rajoy, Cabrón”, “¿Por qué nos dais por culo si somos el futuro?” 
Me reconforta saber que, si de verdad, ellos son el futuro, cuando llegue a presente ya no estaré en este mundo.




 



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