Conversaciones callejeras

Primer cuento de verano de la escritora bajo el título de ‘Ventoleras’

Marie Curie y sus hijas Irène y Ève en distintos momentos de su vida
Marie Curie y sus hijas Irène y Ève en distintos momentos de su vida La Voz
Mar de los Ríos
07:00 • 30 jun. 2018

—Dime, mamá, ¿estás disfrutando más en este viaje conmigo o en el que hiciste con Irène?



—No seas celosa, Ève, son distintos. Cuando vine a España con tu hermana hace doce años, todo fue más intenso. Ten en cuenta que este país era muy distinto al que estamos recorriendo esta primavera. En el anterior me chocaron, por ejemplo, las diferencias sociales entre el ambiente de París y el de Madrid. Lo que recuerdo con horror es la pompa del recibimiento. El rey Alfonso XIII quiso agasajarnos con una ceremonia de bienvenida en el Teatro Real. Afortunadamente todo lo compensaron los encuentros con los investigadores. La comunidad científica se volcó con nosotras. En ese momento papá y yo, aunque él había fallecido hacía trece años, éramos, por decirlo así, muy célebres. 



—Querrás decir que tu fama justificada obedece a que eras y eres la famosa investigadora con dos premios Nobel, con un esposo con uno, que no es lo mismo, mamá. Ay, Marie Curie, sigues hablando en plural por años que pasen. E Irène ha heredado tu vida y tu forma de pensar. Casarse con tu colaborador más cercano, el que ocupó el lugar de papá en vuestro laboratorio, fue toda una declaración de intenciones para el resto de su vida. Y si no me equivoco algún día serán lo más parecido a vosotros que jamás hubieseis podido soñar. Hasta puede que ganen otro Nobel y todo. ¿Cuánto hace que están juntos?



—Pues se casaron en el veintiséis y Helene nació un año después... hará cinco años ahora y alguno más de relaciones, ¿no?



—Exacto. Y yo creo que mi hermana está intentando quedarse otra vez embarazada. No hace mucho me dijo que le gustaría darle un hermanito a Helene antes de que pase más tiempo. Nos hace falta otro Pierre en la familia, ¿no crees?



—Eso estaría muy bien, Ève. Otro Pierre nuevecito para las Curie sería delicioso. Pero, ¿por qué no eres tú la que sienta la cabeza y fabrica ese niño?



—Mamá, ¡tanto radio te hace delirar! Yo soy joven todavía, tengo veintisiete años, muchos pretendientes y ganas de marearlos. Nada de matrimonio por ahora. ¡Hace apenas dos años que acabé mis estudios!  Ahora quiero dar conciertos de piano por el mundo y calentar motores para ser escritora. Algún día escribiré tus memorias. No te rías, que es verdad. De hecho ya voy tomando notas. Así que estaré muy ocupada. Como ves tendrás que confórmate con la caterva de científicos que Irene y Frederic sean capaces de darte. 



—Pues anteayer en Granada me pareció que aquel escritor con el que hablabas, por cierto, bastante bien en francés y que era pianista como tú, te dedicaba todas sus atenciones. A ver si vas a echarte un novio granaíno...


—Mamá, los ratones de laboratorio tenéis poco olfato para el resto de la vida en general.


—¿Y eso por qué lo dices, Ève? No me negarás que era simpático y tenía esa gracia flamenca propia de la gente del Sur.


—Sí, muy simpático y hablaba muy bien francés, de eso no me cupo la menor duda. Pero, créeme, ese señor tan pizpireto y bien perfumado, no va a ser tu yerno. El señor García es homosexual, mamá. Solo estaba interesado en el arte cuando me daba conversación en los jardines de la Alhambra. 


—¿Estás segura? Pero si te sacó a bailar y te dio dos besos al terminar la pieza...


—Ay, mamá, siempre igual. Te voy a ofrecer la prueba científica para que me creas. Lo sé empíricamente porque, al terminar el baile, me estuvo hablando de la Residencia de Estudiantes donde estuvo alojado unos años en Madrid y donde intimó por primera vez con alguno de sus primeros novios, todos artistas de éxito en la actualidad. Ahora que ha llegado la República a España, se siente más liberado y, bueno, con dos copas de vino y el ambiente adecuado se atrevió a contármelo.


—Vaya, qué cosas... Yo que me había hecho ilusiones de que tuvieses un novio español, así, como el señor García. Lástima... Ya que no vas a ser otro ratón de laboratorio como nosotros, sino artista, me gustaría que eso nos sirviese para que los próximos Curie tuviesen sangre caliente.


—Marie Curie, sigues siendo la muchacha polaca que vive en su mundo, a pesar de que has cambiado el curso de la Historia, pero eso te hace tremendamente deliciosa. Ya veremos, todo a su tiempo, no seas casamentera.




—Solo espero poder ver tu boda, hija. Mis huesos están carcomidos con  tanta radiación y sé perfectamente lo que eso significa. Pero si volviese a nacer, creo que haría exactamente lo mismo. Ya sabes lo que pienso, la Humanidad tiene necesidad de hombres y mujeres prácticos que saquen el máximo de su trabajo, sin olvidar el bien general, pero que sepan también salvaguardar sus propios intereses. Nosotros hemos sido solo soñadores. No merecimos la riqueza porque nunca la deseamos. De todas maneras, una sociedad bien organizada debería asegurar los medios eficaces para corresponder nuestra labor de investigación. Y eso es lo que me pesa después de tanto esfuerzo, que no tenemos nada que dejaros de herencia y que además, debemos de seguir peleando por los fondos de investigación con  una energía que yo ya no tengo. 


—Ya lo sé, mamá y eso te honra. Ya lo harán tus hijas, tus nietos, no sufras por eso. ¿Sabes lo que dice de ti esa otra celebridad que pretende igualarte, Albert Einstein? Pues que eres la única persona que ha conocido en su vida a quien la gloria no ha corrompido ni un ápice. Lo leí en una entrevista que le hicieron en L´Illustration hace como tres semanas.


—Claro, porque es la única celebridad científica mujer que conoce. 


—¿Y eso qué quiere decir?


—Quiere decir que las mujeres estamos en todo menos en engordar el ego. Eso casi nunca entra en nuestros planes en general. No tenemos tiempo para estupideces de esa calaña ni nos atrae especialmente, justo al contrario que a ellos. Gastan mucha energía y tiempo en ser reconocidos por la tribu, a ser posible como: el gran jefe. Ya sabes lo que me disgustan las reuniones de gallos de corral. Si hubiese más mujeres en mi posición, mujeres científicas y otras tantas políticas y otras tantas ricas a quienes pedirles los fondos para cambiar el mundo y prescindir de tanto engolamiento, créeme, la Humanidad habría comenzado el principio del gran cambio que está pidiendo a gritos.


—¿Crees que esa es la gran fórmula? Por ejemplo, ¿no habría guerras con más mujeres al mando?


—No lo sé. Pero después de lo que he visto en la maldita Guerra  a la que han quedado en llamar la Mundial, confío en no volver a vivir esa debacle en siglos. Ay, espera, me falta el aire. Paremos un poco al final de esta cuesta, hija. Tu vieja madre ya no tiene veinte años y el periplo desde el hotel hasta la colina del castillo, me está fatigado más de lo que pensaba. En el otro viaje sí que estaba yo bastante mejor de salud, otra diferencia. Doce años más metida en el laboratorio han pasado factura a mi osamenta.

Un hombre baja al trote la cuesta desde el monumento. Ha debido de verlas a través de alguna rendija de la magnificente puerta árabe.


—Buenos días, señoras. Son ustedes las Curie, la científica y su hija quienes iban a visitar esta mañana la Alcazaba de Almería, ¿no es así?


—Buenos días. Así es, Señor. Y usted debe de ser el guardián de este bello palacio árabe.


—El mismo, Arturo Pino para servirles. Hoy primero de mayo no se abre el monumento al público, pero desde el hotel me llamaron anoche a mi casa, manifestando que ustedes tenían interés en visitar el recinto. Así pues, sus deseos son órdenes para mí. Permítanme ofrecerles mis dos brazos para subir la cuesta, madame y madeimoselle Curie. ¿Sabían que este es el segundo recinto árabe más importante de España?


—Algo habíamos oído al respecto ayer mismo. Por eso decidimos visitarlo hoy. Agradecidas por las molestias, señor Pino. Guíenos hasta las profundidades de los cuentos de las mil y una noches. Porque seguro que este castillo tendrá sus leyendas, me interesan mucho. Yo he leído todos los cuentos de Irving de la Alhambra. 


—Irving tuvo la suerte de ser uno de los primeros de los viajeros románticos que pasó a limpio la tradición. Sus narraciones son el resultado de empaparse de todas las leyendas del Medievo. Pero antes de iniciar la visita, sentémonos aquí, a la sombra. Veo a su madre fatigada. Les serviré dos limonadas fresquitas mientras les cuento la leyenda de la bella Galiana


En el año 1051, accedió al Trono Taifa de Almería Muhammad Abu Yahya, conocido popularmente como Almotacín. Fue un Rey bastante benévolo, avanzado para su época, alcanzando Almería en sus cuarenta años de reinado una gran prosperidad. Almotacín vivía aquí, en un palacio situado en la Alcazaba, acompañado de su concubina favorita de nombre Galiana. Y a ella le gustaba asomarse al alféizar de su ventana para peinar sus dorados cabellos, mientras se deleitaba en la visión de las fuentes y albercas que rodeaban el palacio. Y fue allí donde comenzó a escuchar desde las mazmorras, la voz de un cristiano preso que cantaba y dedicaba poesías a esa esclava mora, la favorita del Rey.  El caso es que el amor prendió entre ellos.  Almotacín no tardó en enterarse de la traición, sintiéndose profundamente agraviado. De hecho abortó el intento de fuga del cristiano, el que Galiana le había ayudado a urdir. Pero el preso, de vuelta a su condena, antes de ocupar otra vez las mazmorras, prefirió tirarse al vació, yaciendo muerto al pie de las murallas. Galiana lo había contemplado todo desde su ventana y rota de dolor, lloraba apretando contra su pecho los velos de seda que ella misma iba a utilizar para escapar junto a su amado. Después entró en una profunda tristeza, hasta que al poco tiempo murió, dicen que de pena. La leyenda asegura que, en las noches de verano y de luna llena, siguen retumbando entre las ruinas del palacio, los cantos que el preso cristiano dedicaba a Galiana y, al amanecer, se puede recoger entre la brisa de poniente el llanto eterno de su amada. Y ahora, señoras, es el momento de visitar el segundo recinto y aproximarnos al Mirador de la Odalisca, quizá escuchemos... 


—¿A Galiana sollozar?


—¿Y por qué no, Madame Curie? ¡Usted ha conseguido cosas más insólitas de creer!  Seguro que su hija la escucha. Vayamos a comprobarlo. Por aquí, señoras. 


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