Cuerpo y Alma

El escritor cinematográfico almeriense, autor de `Paul Thomas Anderson` (Akal, 2011), reflexiona acerca del peso del relato en el nuevo filme del director, `El hilo invisi

Vicky Krieps y Daniel Day-Lewis, en una escena de ‘El hilo invisible’ (Paul Thomas Anderson, 2017).
Vicky Krieps y Daniel Day-Lewis, en una escena de ‘El hilo invisible’ (Paul Thomas Anderson, 2017).
José Francisco Montero
01:00 • 14 feb. 2018

En la tercera película de Paul Thomas Anderson, Magnolia (1999), la historia de una serie de personajes solitarios y profundamente angustiados, el relato era la única instancia capaz de otorgar un sentido unitario a toda esa fragmentación, tanto la de los personajes como la de las diferentes historias que movilizan el desarrollo de la narración; el que establecía los nexos, con frecuencia invisibles, entre los diferentes personajes, pero asimismo los del presente atormentado de cada uno de ellos con su pasado: una ligazón narrativa de sí mismos. Su siguiente película, Embriagado de amor (2002), ya era de forma explícita la historia de la búsqueda de la armonía por parte de su pareja protagonista, en un entorno que parecía derivar de forma imparable hacia lo inarmónico. Pero será a partir de Pozos de ambición (2007) cuando la armonía se convierte en el cine de Anderson en un ideal inalcanzable: la historia se descoyuntaba como su mismo protagonista, la mirada se desquiciaba como la del demoníaco Daniel Plainview. Así que si tanto esta como sus dos siguientes películas —The Master (2012) y Puro vicio (2014)— discurrían alrededor de la idea del paraíso perdido, era también la anhelada armonía del relato la mostrada como un paraíso irremediablemente perdido




En esa suerte de crónica del siglo XX americano que fueron Pozos de ambición, The Master y Puro vicio, Anderson adoptó las tonalidades del relato de terror: ya se tratara de universos infernales, de personajes vampíricos, de paisajes espectrales… o de todo ello junto. El hilo invisible (2017), su último largometraje, aunque protagonizado por un nuevo vampiro, es ante todo una historia de fantasmas. Empezando por lo más evidente: la historia de amor entre Alma y Reynolds se encuentra desde el principio amenazada por diversos fantasmas. No solo el de la madre o el de su sosias, la hermana, el espectro de un espectro, sino también por el de las mujeres que con anterioridad han pasado por la vida de ese obvio Barba Azul que es Reynolds, él mismo acorralado por los fantasmas de anteriores personajes similares de la obra anterior de Anderson —el Frank Mackey de Magnolia y, sobre todo, el Daniel Plainview de Pozos de ambición interpretado asimismo por Daniel Day-Lewis—. Pero en un estrato más profundo es el relato mismo, su posibilidad como historia, el que está amenazado por el fantasma de la repetición cíclica, ritual, inmóvil; por la posibilidad de que Alma sucumba al eterno retorno de lo idéntico, a una circularidad estéril, a la posibilidad de convertirse en un maniquí más, desangrado y mudo, en la vida de Reynolds: también ella un fantasma. Amenazada, en definitiva, por el silencio que sigue al eco, ese silencio que tan celosamente trata de proteger Reynolds y con no menos obstinación pretende perturbar Alma. 




Es justo en este sentido que su último filme supone un trascendental punto de inflexión en la carrera del director californiano. La verdadera trama de El hilo invisible es la misma noción de “trama”: la película habla de dos entramados paralelos, uno en la superficie, otro en sus entrañas. Si su argumento gira alrededor de un obsesivo diseñador de alta costura, en sus entretelas la película cuenta la apasionada búsqueda de una ligazón narrativa, la tormentosa construcción de una historia: en su estrato más íntimo, la película documenta el proceso que lleva a la reconstrucción de unos relatos que parecían amenazados por el fantasma de la evaporación en el cine de su autor. Hasta tal punto que uno no sabe bien si, como en la propia historia de amor que se nos cuenta, también el director ha debido pagar un peaje, de manera que en esta película son más visibles las costuras —si se me perdona el fácil juego de palabras— que en las que la anteceden, o si en realidad es este el gesto definitivo que sutura los propósitos metadiscursivos de la película.




Paraísos perdidos, metáforas del infierno, relatos evanescentes: esos eran algunos de los rasgos principales de los filmes de Anderson inmediatamente anteriores a El hilo invisible. Lo que proporciona su estimulante perversidad, pero también su carácter luminoso, a la última película de Anderson es la combinación de todas esas ideas para invertir su sentido: el desarrollo de El hilo invisible lleva a la revelación de que el paraíso perdido ya solo se puede reencontrar en el infierno… o en uno de sus numerosos sucedáneos. Como si Orfeo asumiera que solo puede ser feliz con Eurídice en el averno. Solo que, además, en la película Alma pasará de ser una convencional Eurídice a convertirse en un obstinado Orfeo, un alma en el infierno —su  creadora, en realidad—que, en este caso, permitirá a Eurídice que nunca más sienta la necesidad de echar la vista atrás, romper con la maldición. 




Pues Alma y Reynolds descubren que solo pueden revivir el amor en la enfermedad —hay un claro antecedente de esto en la propia carrera de Anderson: el amor hacia su moribundo marido que nace inesperadamente en Linda, en Magnolia—, en lo que constituye una nueva inversión de un referente clásico, en este caso el del papel jugado por las pócimas amorosas en la obra, por ejemplo, de Shakespeare —o en nuestra Celestina—. De modo que si Magnolia y Embriagado de amor hablaban del relato como redención y Pozos de ambición, The Master y Puro vicio de relatos descoyuntados y alucinados, sonámbulos, El hilo invisible habla de un relato envenenado. Como Puro vicio, El hilo invisible convoca, a través de su elegancia formal y de su límpida superficie continuamente convulsionada desde su interior, más que una inocencia cada vez más frágil, sus espejismos.




Y no solo eso: en realidad esa imagen límpida ha de ser también envenenada para permitir la existencia de la historia. También esa superficie pulcra ha de ser agredida. Baste recordar el plano que acoge desde el interior de la tetera el veneno que Alma añade y que amalgamará la relación entre la pareja protagonista —plano similar a aquel en el que al principio de Pozos de ambición una mancha de petróleo empañaba la cámara, augurando los oscuros senderos por los que iba a discurrir la trama—. Escena de envenenamiento a la que minutos después seguirá otra similar, probablemente la de mayor vibración emotiva de la película: aquella en la que Alma y Reynolds se reconocen en lo malsano, encuentran su amor en la debilidad, en ese recordatorio del vacío que tarde o temprano absorberá todo que es siempre la enfermedad. Una escena que hace convivir con una maestría pocas veces alcanzada lo bello y lo siniestro y que me ha evocado los estremecimientos de la bellísima escena final de Pickpocket (Robert Bresson, 1959) —¡qué camino tan extraño he tenido que tomar para encontrarte!— combinados con los provocados por la intensidad mórbida del amor que une hasta la muerte a la pareja protagonista de El demonio de las armas (Joseph H. Lewis, 1950). 




Reynolds busca la levedad, la rutina, el silencio; Alma le proporcionará los placeres de la pesadez, del cuerpo que se manifiesta ominosamente, del convulsivo y ruidoso vómito: no puede ser casualidad que el destinatario de este relato por fin recuperado sea el frustrado doctor de Reynolds: vedado su acceso, previamente, al cuerpo maltrecho del modisto, podrá en cambio acceder al relato secretamente enfermizo de Alma. Transmutando la función de cuerpo sin espíritu que se le ha pretendido adjudicar, Alma ha pasado a manejar las tijeras y a conducir el relato que tan trabajosamente ha conquistado.





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