El niño que esperaba despierto para escuchar las historias que contaba Dominica

José Luis Martínez, antes Flavio, ahora José Luis o ´el Martínez´ para quienes le conocen

José Luis Martínez, segundo por la derecha.
José Luis Martínez, segundo por la derecha.
Pedro Manuel de La Cruz
07:00 • 28 nov. 2021 / actualizado a las 08:29 • 28 nov. 2021

Las calles de En medio del campo de batalla que es su mesa de despacho, a través del laberinto de hojas pequeñas con anotaciones minúsculas escritas al vuelo de una idea y parapetado entre trincheras de periódicos, revistas y libros que vienen y van, hay siempre un oasis intocable, inmóvil e inalterable que sobrevive imperturbable al paso apresurado del tiempo. Es una estampa como de otro siglo, de aquellas que se hacían las familias de entonces ante el ojo mágico del retratista del pueblo recogida en un marco austero sin más pretensión que la de permanecer a cubierto del viento imperceptible del calendario. Allí están, camisa blanca, pañuelo rojo anudado al cuello, como en un san Fermín eterno, Fernando, Dominica, Marijé, Eva, Laura y él. 



José Luis Martínez, antes Flavio, ahora José Luis o ´el Martínez´ para quienes le conocen, es un Einstein estético (la melena alborotada entre rizos, el bigote sin cuidar, el desaliño como principio habitual) y un relativista sociológico. Ha visto pasar tanta agua bajo los puentes de Roma, ciudad en la que fue corresponsal de La Vanguardia en Italia, el Vaticano y norte de África años después de haber estudiado allí, en la universidad Gregoriana, Filosofía Pura, un curso en el que iba tan apurado de bolsillo que se puso a vender collares artesanos en una de las escaleras que suben de la Piazza de España a la Iglesia de la Trinitá dei Monti -¡a laborare! dice que casi le gritó uno de los romanos a los que se acercó-, ha visto pasar tanta agua bajo los puentes en cincuenta años de periodismo, digo, que ya no le sorprenden ni las grandes proclamas con las que los adanistas nacidos en la mística de los adoquines universitarios pretenden diseñar el futuro, ni las grandes puestas en escena de argumentos iluministas escritos al calor del ardor en un bar.  



Para el editor de La Voz, toda persona con la que se ha cruzado en Roma, Barcelona y Madrid, donde trabajó en los años de la Transición, en Almería, donde vive, o en Corella, donde nació en una postguerra aterida de frío y de grisura, en cada una de las personas con las que se cruzó entonces y se cruza ahora, siempre hay una historia que contar. Detrás de cada hombre, de cada mujer, de cada niño, hay un paisaje por descubrir, una historia por escribir. 



Quizá por eso llevamos mas de 35 años juntos. Porque él, en el colegio de los Pasionistas de Zaragoza, y yo, en la residencia Azorín en Madrid, comandada por un vasco cercano a San Ignacio, aprendimos que en cada persona hay asentada una experiencia vital merecedora de ser contada. Conoció tanto y tan bien el periodismo impostado de púlpito madrileño que un día decidió convertirse en un periodista periférico dirigiendo, desde otro despacho convertido en barricada en O´Donell, una decena de cabeceras del Grupo Z desparramadas por más de media España. Aunque en los apasionantes años de la transición formó parte de la primera línea del periodismo madrileño, nunca le atrajo la idea de instalarse en sus cuarteles. 



Le conocí una tarde en la primavera tardía del 86. La bondad inteligente de Paco Pérez, entonces subdirector de La Voz (como canta el bolero: ¡cómo te extraño, compadre!) nos hizo coincidir en el Bugati, un pub del centro a cuya barra se llegaba bajando algunas escaleras. El lugar debió parecerle un descenso a los infiernos con aquella música estridente porque al cabo de un gintonics y dos cocacolas nos propuso ir a dar una vuelta por el Paseo y el Puerto. Durante tres horas navegamos por todos los mares de Almería. Desde la agricultura a la minería, desde la política a la cultura, desde las comunicaciones al urbanismo…nada almeriense era ajeno a su interés. Lo que entonces no comprendí en aquella vuelta a la provincia en 180 minutos fue que a cada uno de los puertos en los que arribamos no nos llevó un oleaje de preguntas improvisadas, sino una hoja de ruta premeditada más cercana a la radiografía profesional que a la curiosidad personal. Veinticuatro horas más tarde me hizo llegar una propuesta a través de mi compadre: formar parte de la redacción de La Voz como Redactor Jefe. Aquel editor abstemio y enemigo del ruido del Bugati era un tipo de impulsos e intuiciones. Yo no lo supe entonces. Lo descubrí cuando, dos inviernos más tarde, me propuso dirigir el periódico con apenas treinta años y (casi) todo el tradicionalismo almeriense (de izquierdas y de derechas) en contra.   



Desde entonces, más de media vida ya, hemos caminado juntos y lo que más nos ha unido ha sido la discrepancia. Cuando más y mejor hemos coincidido ha sido cuando más y mejor hemos discrepado porque, en ese proceso razonante, es donde mejor se encuentra. La duda incita a la confrontación de argumentos antes de abordar nuevos proyectos. Por eso la cultiva con obsesión (a veces desesperante) antes de tomar algunas decisiones. 



Aquel joven einstiniano y de machadiano aliño indumentario que llegó con Marijé a las playas de Vera en los inciertos años setenta recibe hoy la Medalla de Oro de la provincia a la que tanto ama desde entonces. El amor les trajo a él y a su compañera de toda la vida a Almería, en sus playas se bañan Eva y Laura y en sus atardeceres de paseos y olor a mar fueron felices Fernando y Dominica antes de su adiós a la vida. 



Una felicidad quizá solo comparable a la que él sentía cada noche de sábado cuando esperaba despierto en la cama a Dominica para que le contara las historias vividas en la película que acababa de ver con Fernando en la pantalla del viejo cine ´Blas de la Serna´ en Corella. 


Tantos años después, aquella forma de contar historias que aprendió de su madre y aquella pasión por conocerlas siguen tan vivas que ni un solo día de su vida (con sus noches, a veces manda whatsapp en la madrugada) le ha abandonado. Ni le abandonará porque entonces dejaría de ser aquel niño de Corella que, al calor sentimental y en el color limpio del paisaje de las confidencias, aún sigue siendo.


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