Aquella mañana de San Anastasio

Miguel, Felipe y Juan, sus tres primeros empleados, subieron la persiana un 20 de abril de 1966

Labradores y agricultores, primeros socios de la Caja Rural, visitando la primera oficina en la calle Méndez Núñez, y detrás del mostrador el primer
Labradores y agricultores, primeros socios de la Caja Rural, visitando la primera oficina en la calle Méndez Núñez, y detrás del mostrador el primer
Manuel León
10:10 • 20 abr. 2016

Era miércoles, como hoy, ese  20 de abril -día de San Anastasio de Antioquía- de hace  ya medio siglo. Calaba la primavera y todo amaneció igual en la ciudad portuaria: el Colón, con su clientela cafetera, el Cañillo abrevadero de sedientos limpiabotas, los coches de caballos en Obispo Orberá,  la Plaza llena de mujeres dando vueltas con las cestas de mimbre y los escolares camino del Celia Viñas.




Todo parecía igual, excepto una oficinilla que levantaba por primera vez la persiana esa mañana florida, en la umbría estrecha de Méndez Núñez que tomaba oxígeno del Paseo del Generalísimo.




Allí estaban, estrenando un nuevo mundo, el abderitano Miguel Rodríguez Guillén -un santo con muletas- de cajero. Y junto a él, el interventor, Felipe Ibáñez y el director, Juan del Águila, un cañaero como Antonio de Torres, que se había dejado la piel juvenil pregonando el cooperativismo por los pueblos uveros y naranjeros, con un Seiscientos y un altavoz.
Allí estaban los tres empleados, esa mañana naciente, mirándose  unos a otros, con un café negro meciéndose en el estómago, pisando aún arenas movedizas, como cuando los españoles desembarcaban en Las Indias, sin saber lo que se iban a encontrar.




Allí estaban esos adelantados de la rural, cuando aún no era nada, solo una semilla de lo que fue después, de lo que es ahora: 1.200 oficinas y 6.000 empleados repartidos por España entera.




Allí estaban Miguel, Felipe y Juan, con la cara de susto de un banderillero, entre un par de máquinas Olivettis, ante un Aranzadi puesto para que hiciera bulto en la estantería, apoyando los codos en un mostrador apuntalado con la madera de una vieja noria y sobre un suelo de losas cedidas por Antonio Rodríguez Orta.
 
Caballeros del campo
Se había consumado el empeño de Juan del Aguila y de Jesús Durbán y de otros cooperativistas uveros y naranjeros de la provincia por contar con un instrumento financiero al servicio de esas nuevas necesidades, de esos nuevos labriegos que habían dejado de ser meros cultivadores y aparceros -los Caballeros del Campo de Sotomayor- para iniciar flirteos como comercializadores y empresarios de su propio género. Ya empezaban a salir fuera a vender sus uvas, sus naranjas, sus tomates, ya no esperaban a pie de bancal al  corredor murciano de turno que les pagaba al teveré.
Pero para financiar los venenos, los abonos, las tandas de agua, aún tenían que ir al Central, al Español o al Hispano, quitarse la boina y esperar a que el director de turno les recibiese y les concediese un crédito imposible. 




En Almería no había habido nunca una banca avanzada, nadie hacía aventuras financieras. Hasta que de la Uteco (Unión Territorial de Cooperativas del Campo), ya creada en 1958, nació la rural, como rama de ese tronco, que empezó a promover su constitución a partir de 1963.




Lápiz y cinta perforada
El modesto local donde esa mañana se hallaban expectantes, a ver lo que pasaba, los  primeros empleados, era propiedad de la Delegación Provincial de Sindicatos. No había cola entonces para cobrar cheques, ni para formalizar depósitos ni para solicitar créditos. Todo eso fue viniendo más tarde, en aluvión, producto del buen hacer de esos humildes pioneros de la cinta perforada y de los asientos a lápiz.




Dos meses más tarde, el 25 de junio, se inauguró de forma oficial esa primera oficina de la caja rural, con la asistencia de más de doscientos labradores y agricultores que  fueron los primeros socios, los verdaderos dueños de esa nueva institución.


Eran gente como Emilio Esteban Hanza, de la cooperativa Sierra Nevada de Canjáyar, que recibió el primer préstamo de la hoy Cajamar, como el propio presidente, el abogado del Estado Jesús Durbán Remón, de quien se decía que “su bondad ocultaba su inteligencia”, como Juan Jiménez, de la Cooperativa San Isidro, Andrés Nache, de Balerma, José Berenguel, de Instinción o José Paralera, de Terque.


Al poco de nacer, a los fundadores, a Juan del Aguila y sus hombres, se les planteó el  primer reto: el precio de la naranja cayó estrepitosamente ese año y el Consejo tomó la decisión de pagar a duro el kilo a los socios, y así cubrir los gastos. Así se fue estofando esa nueva aventura financiera, a fuerza de confianza recíproca, de mirarse a los ojos, los directores de las sucursales que ponían la mano en el fuego- con criterios humanos fuera de balance- por esos agricultores que se pegaban al balate día y noche, con un bocadillo para poder pagar la letra.


Almería, que venía de perder a todo con las vecinas Granada y Murcia, de ser la campeona de la miseria en renta, empezaba a ganar prestigio con su nueva caja rural y fue abriendo oficinas, al hilo que se bruñía el nuevo vellocino de oro de las hortalizas tempranas, que tomaba el relevo de los parrales. Y la Caja Rural empezó a abrir sucursales por los pueblos, como San Pedro abría  iglesias. La primera en Adra, donde se fogueó un joven Juan de la Cruz, y después Albox, Abla, Terque, Balanegra, Pulpí, El Ejido, Dalías, Berja y Canjáyar.


Don de gentes
En cada pueblo, la caja procuraba escoger a empleados con don de gentes, que abanderaran la llegada de depósitos, que colonizaran nuevos clientes. Es el caso de Antonio Pérez Lao, otro de sus presidentes, que fue fichado en 1971. La primera mujer que entró en la caja fue  Andrea Ruíz, en María, y no ingresó hasta finales de los 70.


Un año después de su estreno en Méndez Núñez, la rural almeriense ya movía operaciones por valor de 395 millones de pesetas y contaba con cerca de 3.000 socios . En 1968, ya pudo firmar convenio de colaboración con el Banco de Crédito Agrícola, todo un hito, y se le dejó hacer operaciones con clientes ajenos. Así fue germinando la que es hoy una de las primeras rurales europeas. Con el sueño aún sin cumplir de su fundador de salir al extranjero, de conquistar nuevos territorios, como aquella mañana de abril de San Anastasio, en la que  clavó la primera pica en la umbría de Méndez Núñez.



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