Los Reyes baratos de los niños pobres

Un camión podía ser una caja vieja de madera con cuatro ruedas y una cuerda

Ninguna otra fotografía, como esta de Carlos Perez Siquier, describe mejor la ilusión infantil.
Ninguna otra fotografía, como esta de Carlos Perez Siquier, describe mejor la ilusión infantil.
Eduardo Pino
21:33 • 05 ene. 2023

En mi casa había una escoba vieja de esparto que ya no se usaba para barrer pero que los niños utilizábamos de vez en cuando, cada vez queríamos volar. Montados en la escoba entrábamos y salíamos de la casa imaginando que atravesábamos el cielo sin que nadie nos viera. Mi padre, asombrado, se asomaba a la puerta y decía: “Han perdido la cabeza”, y mi madre le contestaba. “Déjalos, son cosas de niños”. 



Cuando nos cansábamos de volar, esa misma escoba nos servía para jugar a los soldados o para imaginar que éramos uno de aquellos indios que con fusiles de contrabando asaltaban los fuertes de los yankees en las películas del Oeste. Con el humilde palo de una escoba subíamos a las azoteas en las noches de verano a intentar cazar murciélagos. La técnica consistía en enroscarle al palo un trapo negro en la punta y esperar a que el quiróptero tropezara y cayera rendido a nuestros pies. Un palo podía ser una lanza, una espada de mosquetero, un bate de beisbol, una raqueta de tenis o el comienzo de una de aquellas hogueras callejeras que se hacían en medio de los solares cuando se acercaban las vísperas de San Antón. El palo se transformaba en vara cuando en manos de un maestro se convertía en nuestra enemiga más temible.



Lo que importaba era el juego en sí y no el objeto que utilizábamos. Un camión podía ser una caja vieja de madera con cuatro ruedas y una cuerda para conducirlo. Se disfrutaba tanto imaginándolo y construyéndolo que montándolo después. 



Cualquier cosa en manos de un niño podía ser un juguete maravilloso. Un día corríamos a una carpintería en busca de unas tablas inservibles, después íbamos al almacén de los hierros viejos a por cojinetes oxidados y a fuerza de púas emprendíamos una obra de ingeniería que culminaba con una aquellas patinetas con las que nos lanzábamos a tumba abierta por las cuestas más empinadas. Como el umbral del miedo lo teníamos tan alto, no nos importaba que la escaramuza nos costara algún chichón en la frente o en el peor de los casos, una brecha que nos llevaba de cabeza a la sala de urgencias del Hospital.



Con unas cuantas piedras jugábamos al tres en raya, dibujando sobre la tierra del suelo un cuadrado. Las piedras más grandes, a las que llamábamos loscos, las usábamos para hacer las porterías en los partidos de fútbol, pobres porterías sin larguero que le permitían al portero gritar “alta”, cada vez que le colocaban un balón por encima de la cabeza. Con las piedras redondas jugábamos a los bolos y con las planas hacíamos concursos a ver quién conseguía que diera más saltos en la orilla del mar. 



Un charco después de un día de lluvia era un lago que atravesábamos jugando a no mojarnos. La prueba consistía en ir echando piedras sobre el agua y cruzar el charco sin que los pies se empaparan. En aquella forma de vida donde los juegos se improvisaban con cualquier cosa, una simple goma de las que se usaban para atar los cartones de los huevos se transformaba en un arma de lanzar perdigones que fabricábamos con cartón. Un eslabón por encima estaban los tirachinas reglamentarios, también de fabricación casera, que consistían en un trozo de rama de árbol con la figura de una ‘uve’, a la que se le adhería un trozo de goma tirante y un cacho de cuero donde se depositaba la munición. Aquellos tirachinas rudimentarios podían ser armas de destrucción masiva en manos de un descerebrado.



Cuando llegaba el día de Reyes aparcábamos aquellos juguetes que eran fruto de la pura fantasía y disfrutábamos de los de verdad. Hasta los niños más pobres tenían sus regalos. Unos soñaban con que le trajeran un tren eléctrico, un fuerte o un scalextric, que era lo máximo, y otros eran completamente felices con un tambor, una corneta o una espada de plástico de aquellas que vendían en los tenderetes que montaban los vendedores ambulantes cerca de la Puerta de Purchena.



Había juguetes que llegaban con la vocación de hacerse eternos, juguetes que nunca morían, que se momificaban en la soledad de un viejo baúl de la buhardilla y un día volvían a resucitar en las manos de otro niño.


El vagón del tren del hermano mayor que había estado perdido durante lustros, aparecía de repente escondido en un rincón del cuarto trastero, y lo festejábamos como si fuera nuevo, como el último regalo de Reyes.  Es verdad que estaba desmejorado, que su pintura ya no brillaba como el primer día, que le faltaba una puerta, que el óxido se había instalado en sus ruedas, pero en nuestras manos infantiles aquel viejo vagón recuperaba todo su valor y cuando lo pasábamos por nuestra imaginación se volvía a llenar de pasajeros y a recorrer todas las estaciones del mundo.


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