Los asesinos de Miguel Ángel Blanco en Almería (I)

Ha pasado ya medio cuarto de siglo. La pareja que mató a Blanco saldrá en unos año en libertad

Manifestaciones en apoyo a Miguel Ángel Blanco.
Manifestaciones en apoyo a Miguel Ángel Blanco. Europa Press
Juan Antonio Cortés
19:33 • 02 ene. 2023

12 de Julio, 2010. Son las cinco de la tarde y, desde hace media hora, Irantzu Gallastegui (1972), Amaia, ha bajado al patio del módulo uno. El verano golpea en el yermo paraje de El Acebuche. El agua espumosa de la bahía seduce a un ejército de bañistas, pero eso queda lejos de allí. También queda distante la celda de un tal Francisco Javier. Su primer apellido, García, tan recio y castellano como la RAE, esconde un segundo de infausto recuerdo: Gaztelu.



Con aire de suficiencia, estirado y desafiante, Txapote ha recibido ya las primeras visitas de familiares. El calor de Almería no es el de Galicia. No es el de Galdácano. La dirección de la prisión ha decidido acabar con el módulo de aislamiento y los presos de ETA se deben dispersar. Su carácter agrio es ahora aún más altivo: su padre debe hacer más de 800 kilómetros para poder verle presencialmente, una vez al mes, o a través del cristal, cada semana. Más cerca estaba la prisión de A lama (Pontevedra), donde ingresó a finales de junio de 2006. Y Soto del Real. 



García Gaztellu (1966) está en primer grado. Acumula condenas de más de 500 años de cárcel. Hasta las 18:30 horas no puede bajar al gimnasio. Arriba, en una celda de ocho metros cuadrados, a sus 44 años, Txapote está recostado en una de las dos camas-litera que hay en el habitáculo. A su lado, un ejemplar del Gara. Y una fecha. De la que presume. Mirada fría.  Por la ventana que da al patio se escucha el runrún de media tarde. Dos sillas. Un mostrador que sirve de mesa. Un corcho de 70x40 centímetros para colgar fotos y documentos. Y un aseo con lavabo e inodoro. Allí pasa sus horas, desde finales de junio de 2010, un tipo delgado, canoso, de semblante tosco, que el exministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, definió como un “psicópata sanguinario irrecuperable”. 



16:35 horas. 1997. 12 de julio. Lasarte-Oria, una pista forestal. Un joven de Ermua está arrodillado. Es sábado y a esa hora debía estar preparando una hermosa velada con su novia. Ortega Lara había sido liberado de su cautiverio en un zulo de una vieja fábrica de Mondragón. Aquel joven con la raya en medio era feliz, pero tenía un serio problema: ser concejal del PP. A las 16:40 suenan dos disparos en la oquedad del descampado. Txapote agarra una Beretta del calibre 22 y apunta a la parte occipital de la cabeza. Ladran unos perros. Dos vecinos, asustados, ante la escena del horror. Una cara desfigurada, un cuerpo maniatado. Allí, a menos de dos kilómetros del casco viejo, a tiro de piedra de las vías del tren. 



16:35 horas. 2010. Almería. Patio de la cárcel de mujeres. Irantxu es madre, pero su pequeño rebasa los tres años y no puede tenerlo con ella en el módulo especial.  Como Txapote, tendrá que acostumbrarse a añorar a sus dos hijos. Irantxu siempre buscó a Txapote. Se conocieron en las agallas de la banda. Ella es hermana de extremistas con condenas y él representaba la heroicidad. En el subconsciente de aquella mujer delgada no hay a esa hora ninguna señal  de recuerdo. Pasean las presas en grupo antes de la hora de la cena: las 20:30 horas. Irantxu, pasmosa tranquilidad, no se inmuta. Como hace trece años. Como aquel 12 de julio en Lasarte cuando, sentada en el asiento de un coche, a unos pocos metros de su amado y de José Luis Geresta, Totto, el tercero en discordia -se suicidó en las montañas-, vigilaba con ojos aguileños. La mujer de 38 años del Comando Donosti que el Estado español había trasladado, junto a su pareja, a una prisión soleada del sur andaluz era un muro gélido desprovisto de cualquier atisbo de humanidad. A veces, su media sonrisa torcida era la única gestualidad sensible. 



“Nunca mostraron arrepentimiento”, nos dice un funcionario de El Acebuche, aunque la actitud de la pareja, como la de la mayoría de etarras, fue siempre correcta, explica Miguel Ángel de la Cruz, director del centro penitenciario.



- La relación de Txapote con los reclusos comunes…



- Indiferencia.  


Desde hace un año, ya no quedan presos de ETA en El Acebuche. De aquí se fueron, poco a poco, gentes como Araitz Amatria, Asier Mardones, Ramón Aldasoro o Luis Carrasco. Aquí estuvo Santi, uno de los históricos. Durante años, han convivido los inspiradores y asesinos de la época de los coches bomba y los secuestros, la de los ochenta, con los canteranos de la kale borroka, amigos del tiro en la nuca. 


Txapote hablaba poco. Su lenguaje corporal cabalgaba entre la chulería y la arrogancia. Con los funcionarios se comunicaba en castellano. Su verbo es trabado, coloquial, de frases hechas y jerga repetitiva. Durante los años de paso por El Acebuche, no pisó la escuela -los presos de ETA empezaron a interaccionar en las aulas a partir de 2014-, aunque algunos iniciaron e incluso terminaron estudios universitarios. Al fanático carnicero que, de adolescente, ingresó en Jarrai para buscarse el mejor futuro como asesino le interesaban, eso sí, los talleres ocupacionales. Su tiempo libre preferido fue el pequeño gym, junto al patio. Allí, a la par que desfogaba, fue quemando su cuarta década de vida. Cuando llegó a Almería, su hija segunda hija tenía ya unos cinco años y el primero, engendrado en un bis a bis, rondaba los nueve. Como ocurrió después en las prisiones de Cádiz, donde fue trasladado en marzo de 2012, Huelva y Madrid, sus pequeños frecuentaban el cristal del olvido. 


Si no es condenado nuevamente, a Txapote le quedan ocho años de cárcel. Pronto podría tener el tercer grado -ahora se beneficia del segundo: régimen ordinario-. En octubre de 2022 fue trasladado desde Madrid al País Vasco. Igual que Henri Parot. Pronto tendrá su primera salida libre. La prisión de Almería o la de Huelva no es la de Zaballa. Duerme a unos 70 kilómetros de la familia. Recibe visitas de amigos sin restricciones -políticos de Bildu, entre ellos-, pues el régimen penitenciario vasco así lo garantiza. Disfruta de una piscina cubierta de 50 metros y el gimnasio en el que sigue quemando demonios en nada se parece a la humilde sala de máquinas de El Acebuche. Aquí, en Almería, el patio era la pista de atletismo, un ágora triste y humilde, un solsticio de libertad. Allí, en aquel hotel de reclusos vasco, hay un polideportivo en el que juegan competiciones estructuradas y reciben clases de yoga o de pilates.  


25 años después de aquellas horas que tensionaron España, a sus 56 años, Txapote sigue su historia con Amaia. Cuando salgan en libertad, lo harán con arrugas y el cabello poblado de canas y, quizás, juntos. Saldrán y volverán a los escenarios donde, un día no muy lejano, mataron a Gregorio Ordóñez, Fernando Múgica, Fernando Buesa, Alfonso Morcillo, Mariano de Juan Santamaría, José Ignacio Iruretagoyena, José Luis López de la Calle, Jorge Díez, José Javier Múgica, Irene Fernández, José Ángel de Jesús Encinas, Enrique Nieto y Máximo Casado. 


Ha pasado medio cuarto de siglo. La pareja que mató a Miguel Ángel Blanco saldrá en unos años en libertad. En 2031, Txapote. En 2032, Irantxu. “Nunca se arrepintieron de nada”, sentencia un funcionario. Y cuando ETA dijo adiós, empezaron a sentir orfandad. La misma que han padecido, en silencio, los padres y la hermana de aquel edil del PP, trabajador de una empresa de seguros, al que Irantxu chistó al salir del tren en el inicio de aquellas 48 horas que cambiaron España. 

En los casi dos años que estuvieron en Almería solo perdieron la paz cuando el diario Gara llegaba tarde. 


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