Generación Centenial y el estúpido jornal de diez horas

Esa moda de debatir todo como los del 15-M no ha traído nada bueno

Juan Antonio Cortés
21:47 • 10 oct. 2022

Llega la niña con una mochila de quince kilos y, al llegar a casa, se las ve tiesas para enderezar la espalda. No dice la chiquilla ni buenas tardes, cabeza gacha, de suerte que, ya en el cuarto, agarra su móvil, tal como hace unos años cogía al peluche con el que dormía: como un asidero hipnotizante al que se aferra tras una mañana de clase extenuante y media hora de caminata, cuesta arriba, con el chándal sudado y mil avisos del washapp que suenan a la vez.



Son las tres y las lentejas están listas en la mesa. Mientras el padre da una cabezada en el sofá, la niña, que necesita del trozo de chorizo para sobrevivir a la tarde, reclama que alguien le prepare el sandwich y el agua y que no se olviden de la bolsa con el tutú y las puntas. Ah, y una rebequilla, que va haciendo relente al salir. Se levanta el padre a por las llaves del coche casi al mismo tiempo que la madre repeina el moño a la hermana. “Venga, papá, las tres y media, que llegamos siempre a las tantas”, suelta. Como la tarde promete, el padre se calza sus zapatillas verdes y un pantaloncillo corto, no vaya a ser que tenga por delante un rato olvidado para evadirse. “¿Y las llaves?”, dice. “Donde siempre”, impreca la mujer, socarrona.



Por la Avenida del Mediterráneo van desfilando ya los vehículos-taxi. Son los padres -madres, sobre todo- o los abuelos o algún tío pringado. Inician así su jornal de tarde, con la siesta interrumpida y el estrés por bandera. A su lado, en el asiento de los críos, los críos bostezan, pero no hablan. La única comunicación posible es la de la campana de los mensajes, que suena hueca y en cascada. Pone la radio el tipo -se oyen rumores de gente hablando de la inflación-, que para eso es de la Generación X, y la niña se queja. “El volumen, papá, el volumen”, interpela con autoridad. Ahora le da al padre por poner a Fitipaldi y, entonces sí, se firma una tregua. Durante diez largos minutos, padre e hija hablan, casi con monosílabos, de las últimas ocurrencias de la tribu. El padre se da por contento. Otros ni siquiera gesticulan.



A la hora en que empieza a alumbrar la vida en el Conservatorio Kina Jiménez, abren sus puertas un par de academias de inglés vecinas. Decenas de niños que aún no han aprendido el español porque no saben ni escribir entran a una sala donde un par de avezados nos recuerdan que nuestros hijos terminarán emigrando el día de mañana para currar. O, con suerte, culminarán su brillante trayectoria en Harvard como excelsos alumnos que un día fueron nada más -y nada menos- que egresados de una escuela infantil de cero a tres años, episodio al que llegaron -claro- con no poca sabiduría previa, pues la mami ya les ponía canciones durante el embarazo y, mientras cambiaba pañales, el papi veía los dibujos en inglés. Así adquieren los hábitos, se defienden. Y las destrezas, desembucha alguien en uno de esos grupos indeseables de washapp, lo más parecido a una reunión de necios. Que sí, que esa moda de debatir todo como los del 15-M no ha traído nada bueno, confiesa uno de esos padres desencantados. El otro día se deliberaba en un grupo de padres qué opción escoger para el viaje de estudios de Sexto de Primaria. ¡Sexto, eh! Las alternativas eran: o cuatro días de descanso para los hijos -vamos, para los padres- en un sitio típico de veraneo o un utilísimo viaje de inmersión lingüística a Cazorla. Votaron y, por supuesto, salió lo de la inmersión en la creencia bienintencionada de que, ya que viajan los zagales, ha de servir para algo.



A las cinco entra la segunda cría al Conservatorio, justo a la hora en que el primo empieza Kárate en el Rafael Florido y el otro primo arranca vela en el Club de Mar y una legión de colegas de Sexto reposan su agotamiento en las academias en espera del bocado de media tarde. Como suele haber alguna cafetería junto a esas escuelas de tarde, ahí tienes a centenares de padres -el coffee es innegociable- marcando en rojo los hitos ya vencidos en la agenda.



Entre las cinco y las seis queda una hora libre, pero ya no es rentable volver a casa. La solución está en moverse. Terminar la merienda rápido y echar a volar hacia donde sea. SiN cascos, sin nada. Sin nadie. Es su tiempo, que ya llegará el crío y las cenas y esos cuentos. Pero toda libertad tiene su límite, así que, cuando la niña sale de su cárcel, el padre se ha zampado 7.000 pasos haciendo círculos por el barrio. El relax le dura poco porque, en una hora, que es el tiempo de ir y volver y escuchar de nuevo los tonos de washapp, debe socorrer a la otra criatura, que ya lleva tiempo sin actualizar estados y esas cosas. El gasoil va consumiendo el ánimo y la barba rasurada ha crecido hasta un punto de fealdad imaginable. Un apunte: el lunes, fisio (la espalda). 



Es viernes y el finde descansan. No así Alberto, el vecino, que el sábado será un turronero más. Juega su hijo, del Pavía, y hay que ejercer de fanáticos. Como esa madre que llama gordo al niño, al suyo, porque no se va de nadie. O ese padre que celebra los goles exaltado como si no hubiera un mañana. Ya les llegará el domingo, que no es sino la antesala de un pesado lunes.



Sí, los padres estamos cansados, aturdidos, reventados, pero, como dice Antonio, que es uno de esos que quiere bajarse del tren, todo este angustioso tinglado es la consecuencia de una educación salpicada de ansiedad. Esta generación, que es la boomers o es la X o Dios sabe qué, ha creado un monstruo: niños que juegan a ser máquinas. Esos niños que son esclavos de una agenda que no admite el placer de no hacer nada. Antonio: “Hemos olvidado que jugábamos con rodilleras y que también se hablaba inglés. O no se hablaba”. 


A las ocho de la tarde, con el cambio de hora, la noche sale de su cueva. Alguien necesita una copa de vino urgente. Y relamer el caldo poco a poco. Sin prisas. Quedo. Con la misma flema con la que que llegaban a los arrabales los machacados obreros de las fábricas escocesas de principios del siglo XIX. Seis o siete días a la semana, de diez a doce horas diarias. Un jornal que impide pensar, soñar y vivir. 


Temas relacionados

para ti

en destaque