El Club de la Montaña: cuando los jóvenes se rebelaron contra los sabios

Los montañeses llegaron a ser más de 400, era una sociedad recreativa de la Almería del XIX

Programa de Fiestas de Almería del año 1897 en la que aparece por primera una imagen ilustrada con el pabellón de La Montaña.
Programa de Fiestas de Almería del año 1897 en la que aparece por primera una imagen ilustrada con el pabellón de La Montaña.
Manuel León
11:14 • 02 oct. 2022

Cuando los viejos montañeses de Almería, los que ya caminaban agarrados a un bastón, vieron cómo sus hijos y sus nietos cambiaban de bando, dejando morir el club que habían creado 25 años atrás para abrazar al nuevo Casino, algo se le debió quebrar dentro de su corazón gastado. Eso ocurrió en la Almería burguesa de 1906, cuando firmó el certificado de defunción una de las sociedades de recreo más estimada por la aristocracia local a lo largo de los años y que ya nunca más resucitó. 



Su historia arrancó de un desaire juvenil a principios de la década de 1880. En ese tiempo, el Ateneo reinaba en Almería como principal institución cultural, alumbrada por intelectuales como Santiago Capella, Antonio Ledesma y Plácido Langle. Era como un círculo de amigos fundado en 1876, dedicados a la lectura, a las conferencias y a organizar de vez en cuando los Juegos Florales. Los más jóvenes del grupo, sin embargo, querían más movimiento, más actividades: teatro, espectáculos de revista, bailes y verbenas, toros, sports y un largo etcétera.  Estaba esa sociedad cultural, por tanto, dividida en dos trincheras: los sabios (los viejos), y los montaraces o montañeses (los jóvenes), como aquellos llamaban despectivamente a éstos, quienes se dieron de baja y constituyeron en 1881 la Sociedad La Montaña, presidida por Francisco Jover y Tovar, abogado, diputado, alcalde y cronista de la ciudad, que no era precisamente un juvenil, pero que actuó como un Moisés para el resto de asociados más bisoños.



La Montaña debió ser como un soplo de aire fresco en aquella lejana Almería de rigodones y polskas. Y en unos pocos años se convirtieron en la alegría de la ciudad, sobre todo cuando llegaba la feria y organizaban el mejor programa de festejos, compitiendo con la propia Comisión de Festejos municipal. “Fuera penas y arriba alegría”, era su lema, y Francisco Rueda, el célebre fundador de La Crónica Meridional los saludó con una letrilla: “La Montaña no es patraña/ es la mejor sociedad/ que existe en esta ciudad/ y también en toda España.



Desde el principio, y a pesar de que no contó nunca con sede propia, evidenció una gran capacidad de trabajo, amparada en Joaquín Laynez Leal de Ibarra, un oficial de hacienda que fue el verdadero alma de la nueva sociedad. 



La Montaña organizaba con notable éxito todo tipo de espectáculos para sus socios -llegó a contar con 421, según el libro de actas- desde novilladas, certámenes de belleza femenina, carreras de cintas en burro y en velocípedo, obras de teatro y revista, conciertos y bailes y verbenas durante la feria con pabellón propio.  Muchas de estas actividades tenían un carácter humanitario con el fin de recaudar fondos para los niños del Hospicio, los enfermos del Hospital o para las familias que se quedaron sin hogar en la cruel riada de 1891. Llegaron a contar con un periódico de vida efímera, titulado también La Montaña, de talante liberal, aunque en la Sociedad tenía cabida todo tipo de credos e ideologías. En 1887 debutó con una gran función teatral con fotógrafo oficial, José García Ayola (hijo), quien reproducía también imágenes del pabellón que instalaban en la feria. 



Fue esa una época dorada en el brote de asociaciones culturales. Competían con La Montaña, la Capea, el Circulo Literario y el propio  Ateneo de donde se desgajaron. Organizaban sus célebres novilladas alquilando varios palcos al propietario de la Plaza José González Canet, para que se lucieran  sus mujeres en mantilla durante las corridas y para las que participaban en las carreras de cintas. Eran muchachas de la alta sociedad almeriense llamadas Soledad Quesada, Blanca Spencer, Laura Garzolini, Isabel Oña Pinteño, Rosario Chereguini, Carmen Laynez Taramelli, Blanca Eraso o Pepita Grisolía, entre otras. Durante su larga trayectoria, fueron presidentes de La Montaña, después del fundador Francisco Jover, Enrique Oña, el Marqués de Cadimo, Ramón Ledesma, el Marqués de Campohermoso, José María Muñoz y José Miura. Este último era un registrador de la propiedad de origen sevillano, suegro de José Moreno Levenfeld, el célebre ingeniero que construyó el puente viejo de Gérgal y que también perteneció a La Montaña como vicepresidente.



La Montaña estrenó con éxito en el Teatro Apolo una obra de revista titulada La Linterna Mágica, original de Fermín Gil y de José de Burgos Tamarit, con música compuesta especialmente por el maestro Ruperto Chapí. El patio de butacas se estuvo llenando varios días consecutivos. La Montaña era en Almería como un rey Midas: todo lo que tocaba se revalorizaba. En 1897 levantaron un pabellón para la Feria, de estilo japonés, en el Paseo del Príncipe, justo donde está ahora el edificio de la discoteca La Clásica. Fue todo un espectáculo con una considerable altura, adornado con pinturas de Fernández Navarro, que todas las noches se llenaba para el baile del minué con un ambigú servido por la cafetería Méndez Núñez, del señor Alvarez.



La prensa no ahorraba elogios, “ante tanta mujer con poderío, ante tanta beldad con el pecho cargado de rosas”. Allí actuó una de esas noches mágicas el famoso tenor almeriense Luis Iribarne, parando la ciudad desde el Bulevard hasta el Pingurucho que aún lucía en la Puerta Purchena.


Era una Almería en la que empezaba a funcionar el ferrocarril y el Tren Botijo llegaba cargado de granadinos dispuestos s disfrutar de la feria de Almería y, sobre todo, del afamado Pabellón de La Montaña.


Los últimos años, la sociedad trasladaba las verbenas feriadas a los Jardines de Medina, done estrenaron un arco fotovoltaico de la compañía Mongemor, donde iban a disfrutar diestros como Lagartijo Chico, Machaquito o Rodolfo Gaona, a beber sangría y zarzaparrilla, después de lidiar en el coso de Vilches.


Fueron los últimos años de La Montaña: José Miura convocó junta en 1905 en su propia casa, pero no apareció nadie. Los socios del Casino acababan de comprar el palacete de Emilio Pérez en el boulevard y aquellos jóvenes respondones del Ateneo ya se habían hecho mayores y se ciñeron sin miramientos a esa nueva sede social, echando por tierra 25 años de espíritu montañés. 



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